Qué difícil es esbozar hipótesis sobre el oficialismo. No tenemos asideros firmes desde donde plantearlas. La complejidad es proporcional a la monstruosidad que representa el partido en el poder.

No es Frankenstein. Es un error común pensar que así se llamaba el monstruo literario; en realidad, ese era el nombre de su creador. Lo mismo sucede aquí: Andrés Manuel López Obrador y Movimiento Regeneración Nacional se mimetizan en el espectro de la nomenclatura. ¿Dónde empieza uno? ¿Dónde termina el otro?

Por eso, hay quienes sostienen que la comparación entre Morena y el PRI es errónea. Las diferencias son evidentes. Mientras el primero es la partidización de un movimiento social encabezado por un caudillo; el segundo fue la suma de distintos liderazgos revolucionarios, complejos y sangrientos, que buscaron institucionalizar el cacicazgo mediante un partido hegemónico. Calles y Cárdenas le dieron la espalda a la prosopopeya de la gesta armada para consolidar un aparato de poder duradero. Andrés Manuel, obtuso en su visión trascendental o simplemente ávido de poder absoluto, hizo lo contrario: personalizó su angustia presidencial. Primero fue su movimiento, el lopezobradorismo; después su régimen, el obradorato.

Su corriente descansa sobre un andamiaje de mentiras perfectamente ensambladas. La primera es la falacia del falso dilema, repetida con la diatriba simplona de que o se está con Andrés Manuel o se está en contra de México.

Luego el contrafactual fabricado que afirma, sin pruebas ni lógica, que cualquier alternativa opositora sería todavía peor.

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Y, finalmente, la usurpación artera de la narrativa nacional, imponiendo una agenda monopolizada por la repetición sistemática de ficciones, consiguiendo que el pueblo juzgue no los resultados, sino las intenciones.

Pero los números no mienten. La gente se muere. Vive con menos. Teme salir a la calle. El salario no alcanza. Los números reprueban a los gobiernos, pero a AMLO siempre lo aprueban las encuestas, como si la tragedia que se vive en las calles fuera culpa de una burocracia lejana y no del poder ejecutivo que ha gobernado todos estos años.

Nunca México había estado tan dividido. Con un megalómano atizando diariamente la llama cancerígena de la polarización, la reconciliación fue imposible.

Hoy, con el remedo de tirano en senectud fuera de la palestra, la presidencia de Claudia Sheinbaum ilusiona. A propios y a extraños. Mas los atisbos de populismo selvático envilecen diariamente su proyecto. Y, sin embargo, en todo aquello que ha osado adjetivar como nuevo, ha cosechado aciertos. Nuevo sistema de inteligencia, nueva estrategia de seguridad. Y, curiosamente, quienes dirigen estos esfuerzos no son santos de la devoción del expresidente. Lo mismo sucede en lo económico y en lo diplomático. Ebrard y Altagracia han acaparado los aplausos ciudadanos. Todo lo que se aparta del populismo de la espesura y el pantano ha generado mejoras sustantivas. Todo lo que insiste en la continuidad, naufraga en el caos telúrico del pejismo.

Pronto se cumplirá un año de gobierno. Y seguimos esperando más reiteración en la innovación, en la distinción, en la ruptura. La espada de Damocles pende permanentemente. La base electoral de la doctora Sheinbaum es la misma que la de López Obrador. Un deslinde puede interpretarse como deslealtad al electorado obradorista. Pero perseverar en la continuidad sería traicionar al país.

Ahí están las pruebas. Los números. Los muertos. El nepotismo cínico. Los berrinches del vástaguito. La militarización incesante. La corrupción titánica. ¿Cómo honrar la memoria de ser hijos del 68, presidiendo la restauración de un sistema hegemónico que tanta sangre costó dinamitar? Qué dilema, que parece falacia pejista: con AMLO o con México.