El Día de Muertos es una tradición mexicana espectacular. Yo diría la máxima tradición mexicana, la soberana tradición. Sublime, hermosa, consoladora, bellísima.

En este día recordamos a nuestros seres queridos que partieron al cielo, a otras galaxias lejanas, a vivir en otra estrella, a reencarnarse en alguien más.

Cada quien mira y vive la muerte de los que amó de la manera que más les dé paz pensarlos e imaginarlos.

En un día como hoy nos reímos de la pena y el vacío. Nos disfrazamos de muerte como para aligerar la carga, pero a la vez como para decirles que también nos sentimos un poco muertos sin ellos y colocamos altares con las cosas que en vida nuestros seres amados amaban. Su Comida favorita y su bebida… como para ver si es posible que hoy vengan y podamos soñarles.

Como para limpiar la culpa por no haberles dado en vida lo que les hacía tan felices… Como para ver si hoy y solo por hoy mitigamos su ausencia y el vacío que nos dejaron.

Yo tengo una concepción diferente de la muerte, en un mismo año y con meses de diferencia perdí a mi única hermana que era el amor de mi vida y a mi madre… Dos años después murió mi padre.

Murieron en condiciones espantosas los tres: Llenos de dolor y sufrimiento.

Es algo que llevo tatuado en mí todos los días. Que ya he trabajado en terapia y otras esferas de sanación, pero la herida queda y ahí sigue.

Doliendo unos días, otros días menos.

Sin embargo, cuando vinieron todos estos decesos decidí no realizarles misas.

Esas misas que duran nueve días… esas misas diarias ni los novenarios …

Un poco por estar bastante revelada contra Dios y otro mucho por estar sumamente convencida que ellos no necesitaban que les hiciera misas para que “descansaran en paz” y “encontraran la luz”

Era yo la que necesitaba realizarme una misa y mil más, porque era yo la que necesitaba descansar en paz.

El que necesita tener paz es el que se queda, no el que se va.

Ellos trascienden a un lugar en donde no hay más dolor ni pena ni tristeza ni miedo ni preocupación.

Uno es el que necesita encontrar esa paz por no haber sido lo suficiente, por no haber estado lo suficiente, por no haber dado lo suficiente. Por eso las ofrendas finalmente son para uno mismo, es como la forma de pedir que vengan y nos perdonen y tomen todo lo que ahí les colocamos, para “alegrarles y contentarlos“. Los que necesitamos un poquito de alegría y de dulzura somos nosotros. Y comernos muchas calaveritas de azúcar porque la amargura nos asfixia ante sus muertes…

Con papeles de colores para que les sea fácil encontrarnos y vengan alegres al reencuentro.

Ellos ya están aquí y ellos vendrán, claro, porque cada uno levanta ofrendas espirituales hoy y todos los días. Nos llenamos de recuerdos, de nostalgia, de música y de olores y sabores cuando ellos vivían y compartíamos la vida a su lado.

Ellos no saben de rencores ni de resentimientos.

Desde donde están saben que hicimos lo mejor que pudimos por ellos en ese momento y con lo que teníamos.

Les contaré que mi hermana antes de morir tuvo una experiencia, que no sé como llamarla.

Entró en paro cardíaco en un quirófano por una operación sencilla que se le complicó. Tuvo una hemorragia.

Estuvo largo tiempo en terapia intensiva.

Recuerdo haber entrado a verla y en verdad prácticamente estaba muriéndose. Me pidió, apenas pudiendo hablar, que le solicitara a las enfermeras una televisión para ver un partido del Cruz Azul. Era su forma de hacerme sentir tranquila y hacerme creer que ella estaba bien. Pero se estaba muriendo. Ella se estaba muriendo muchas veces.

De ese trance salió adelante, con la mala noticia que tenía cáncer en el riñón.

Cuando la pasaron a cuarto me contó que el día que tuvo el infarto en el quirófano vio todo. Que su alma se había desprendido de su cuerpo y veía todo lo que ocurría.

“Era un corredero en el quirófano de todos, ahí estaba mi médico y las enfermeras, yo ya no tenía pulso y trataban de reanimarme”, me decía.

Pero en esos minutos ella ascendió a otra dimensión, recuerdo que me lo narró así:

Era primero un túnel y después un lugar con mucha luz, una luz muy blanca y luminosa… Era un lugar donde no había nada que pudiera perturbarme, no había dolor, no había miedo… no había nada más que paz, una inmensa paz.

Me encontré con mi abuela y nos abrazamos largamente, todo era fiesta y era alegría. Te confieso que pensé que no quería regresar de ahí. Me preocupaban ustedes: Tú y mis papás. Pero no quería volver.

Y de pronto una voz cálida y suave me dijo que era hora de que yo regresara. Y que tenía que contarle esa experiencia a la mayor cantidad de gente que fuera posible.

Yo le pedí a esa voz que no me regresara, que no quería irme de ahí y en ese momento empecé a sentir dolor, me estaban dando reanimación y sentí otra vez dolor, estaba mi alma otra vez en mi cuerpo.

Por supuesto, cuando me contó eso le creí, pero se lo comenté a su médico. Él soltó una lágrima y después se echó a llorar: Me dijo que sí, que mi hermana había estado clínicamente muerta en el quirófano. Que todo eso que ella había vivido y contado era verdad.

A raíz de eso he entendido un poco más hacia dónde iremos cuando nos vayamos Aunque claro que no todos.

Mi hermana también me contó que vio que había un especie de gran cráter en donde mucha gente estaba desesperada por querer salir.

Nosotros podríamos llamarle infierno o purgatorio.

Pero existe.

Así que más vale irnos derechos por la vida sin dañar a nadie porque de algún modo tendrá su repercusión al final y tendremos que pagar.

La muerte entonces es para mí el final perfecto para vivir una vida perfecta.

Mientras tanto, me pregunto si verdaderamente estoy viva.

Me pregunto si yo estoy viviendo en paz tanto como pedimos que nuestros muertos descansen en ella.

Me pregunto qué tenemos que hacer para honrarlos hoy, y llego a la conclusión que honrarles es estar vivos sin parecer que estamos muertos.

Es disfrutar lo que tenemos y valorar cada segundo que estamos en esta llamada vida. Es salir del ataúd que nos mantiene presos de nuestra depresión, tristeza, nuestras ganas de querernos morir, de nuestra desesperanza.

Honrarlos es decirle “sí” a tantos “no”.

Honrarles es perdónanos y perdonar a otros.

Honrarles es comer y beber todo lo que también a ellos les ofrendamos.

Ellos quieren saber que vivimos felices o al menos que tenemos paz.

Quieren que hoy pintemos de colores nuestra realidad y que pidiéndolo con todo nuestro corazón sepamos y confiemos que ellos encontrarán la manera de hacernos saber que aquí siguen. Una pluma de ave, una canción, la brisa que toca nuestro rostro, la lluvia, en una mariposa…

En todo nos avisan que ahí están y que no se fueron y no se han ido.

En este Día de Muertos, tus muertos te quieren vivo.

¡Vive!… ¡Vívelos!

Es cuanto.