No hay paradoja. No hay contradicción. Lo que hay en el discurso del oficialismo es algo más profundo, más inquietante: una esquizofrenia ideológica que ha permeado cada rincón de la vida pública.

Por un lado, escuchamos una arenga fiscal que bien podría haber sido pronunciada por Reagan o por Trump: una apología del nacionalismo ramplón como dogma, una cruzada contra el gasto institucional, una fe ciega en las virtudes de la contención presupuestal. Por el otro, observamos un prohibicionismo que recuerda más a las teocracias posrevolucionarias del Medio Oriente, en donde se vigila lo que se piensa, se sanciona lo que se dice y se castiga lo que se lee.

Y sin embargo, en medio de esa contradicción latente, el régimen se proclama a sí mismo progresista o, por lo menos, de izquierdas. Se envuelve en los símbolos de la izquierda, pero los despoja de su esencia. Se dice juarista, pero ha reducido al poder judicial a una ciénaga ideológica: un humedal donde el derecho se hunde, donde los contrapesos se ahogan y donde la división de poderes es apenas una ficción retórica.

El gobierno reprime. Pero se dice demócrata. Persigue disensos. Pero se proclama plural. Abomina el neoliberalismo. Pero defiende el tratado de libre comercio como una victoria civilizatoria. Y así, entre disonancias y eufemismos, se ha construido una narrativa oficial que parece más un ejercicio de negación que un proyecto político.

Sobran los ejemplos. Y duelen.

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Pienso, por ejemplo, en aquella declaración de Pablo Gómez, otrora figura emblemática del movimiento estudiantil del 68, cuando recordó: “Nosotros estábamos en la dictadura. En un presidencialismo despótico; que no había movimiento independiente que no se sometiera, al cual no le aplicaran la violencia y la prisión política”.

Hoy, el mismo Gómez ocupa un sitio protagónico dentro de un gobierno que no sólo aplica violencia y presión política, sino que además lo hace invocando la legitimidad moral de las causas que él mismo defendió. Hay algo profundamente trágico en esa inversión. Como si la historia se repitiera, pero ya no como farsa, sino como rendición.

Evoco también a Manuel Velasco, entonces gobernador de Chiapas, justificando la represión contra las protestas del magisterio con una frase brutal: “Hemos sido tolerantes… hasta excesos criticados”.

Y me duele recordar a la actual presidenta besándole la mano a ese personaje. No por el gesto —que en otra época habría sido considerado cortesía política— sino por su significado simbólico: la política mexicana sigue anclada a formas de lealtad que rayan en la abdicación.

No se trata de una estrategia perfectamente diseñada. No es un proyecto autoritario con brújula y destino. Es, más bien, un delirio. Una forma de ejercer el poder desde el capricho, desde el impulso, desde la exaltación del ego. Un caudillismo que convierte las instituciones en vitrinas del culto personal.

Por eso insisto —aunque sea a contracorriente— en que si este movimiento lograra emanciparse del hechizo del caudillo, podría emprender un camino distinto. Un camino que lo acerque a la institucionalidad, a la pluralidad, a una democracia real y no ceremonial.

Porque incluso los proyectos que hoy parecen extraviados pueden, si se sacuden sus lastres, encontrar formas de reconciliarse con el país que dicen representar. Porque hasta los delirios más profundos tienen rostro. Y al mirarse en el espejo, ese rostro —alguna vez humano, ahora deformado por el poder— tal vez recuerde que fue, también, esperanza.