En México hemos aprendido a vivir entre discursos y realidades que nunca se encuentran. Cada proceso electoral, cada nuevo gobierno, cada toma de protesta, llega con la misma cantaleta: “ahora sí”, “este será el cambio”, “nadie quedará atrás”. Sin embargo, lo que sigue es el mismo guion de siempre: promesas que se diluyen, compromisos que se olvidan y ciudadanos que, con resignación o apatía, vuelven a escuchar la misma melodía en el siguiente sexenio.

El ciclo es perverso: la esperanza se convierte en herramienta de manipulación. Se prometen hospitales con atención digna, seguridad en las calles, empleos bien pagados y un país donde la corrupción será erradicada. Pero la experiencia nos demuestra que estas palabras suelen ser humo. Cuando se acerca el fin del mandato, el balance es pobre: hospitales sin medicinas, calles convertidas en territorios del miedo, empleos precarios y una corrupción que solo cambia de apellidos.

Lo más preocupante es que el ciclo de las promesas incumplidas no se rompe porque los ciudadanos terminamos acostumbrándonos. Se instala una cultura de la conformidad donde lo “menos peor” sustituye al verdadero cambio. Y los políticos, conscientes de esa tolerancia social, repiten el modelo con cinismo, sabiendo que habrá quienes aún les crean.

El reto no está únicamente en señalar al gobernante que incumple, sino en romper el círculo vicioso de la pasividad ciudadana. Porque mientras aceptemos discursos vacíos y aplaudamos resultados mediocres, el ciclo seguirá girando. Y lo que hoy llamamos esperanza, mañana será frustración, y pasado mañana, indiferencia.

Romper el ciclo exige memoria y exigencia: recordar lo que se prometió y confrontar a quienes no cumplieron. No es tarea fácil, pero si no lo hacemos, seguiremos atrapados en la repetición infinita de un país que se promete a sí mismo un futuro que nunca llega.