La semana que terminó fue especialmente significativa porque completó el elenco de quienes serán las principales protagonistas rumbo a las elecciones de 2024; finalmente se develó el rostro y nombre que encabezarán tanto al Frente Amplio por México, como a Morena.

El gobierno no quiso dejar escapar la oportunidad para simbolizar su respaldo y apoyo incondicional a la que será la abanderada de su partido; lo hizo mediante la entrega de un bastón de mando a la destinada a ser su candidata. Sin rubor alguno, la administración escenifica la contienda electoral con una clara visión de partido y al margen del papel que le corresponde en cuanto a representar al conjunto de la sociedad en su diversidad de expresiones y tendencias; deja claro que el gobierno estará con su candidata en los márgenes de lo permisible y con arrojo para traspasar los límites establecidos.

Es de anticipar que habrá una dura querella electoral y post electoral; se deja en claro que el gobierno más que actuar como tal, lo hará como partido; sin importar que eso desquicie la competencia política y la equidad que debe animar la liza política. La entrega del bastón de mando, a la que encabezará los esfuerzos del partido en el gobierno para mantenerse en el poder presidencial, pretende transmitir ese mandato y asegurar que tal hecho ocurra.

Por eso es bastón y de mando, pues aspira a ser portador del mandato que instituye la transmisión del poder. Pero el problema es que siempre que se ha querido definir la renovación del poder desde el propio poder, lo único que ha estado asegurado es la acometida arbitraria que ello supone, con la consecuente degradación de la vida política y democrática del país.

Buena parte del siglo antepasado caminó por esa vía, pues la presidencia juarista en su momento, y después la lerdista, aseguraron su reelección por la vía de ocupar la presidencia y de hacer uso de facultades extraordinarias que los llevaban a asegurar las condiciones que ambicionaban para reiterarse en la presidencia. Porfirio Díaz hizo lo propio después de dejar a un lado la vía electoral para ganar el poder y optar por el uso de las armas conforme a lo dispuesto en Plan de Tuxtepec con el lema, por cierto, de sufragio libre no reelección; pero después de un breve intermedio, pronto retomó las viejas enseñanzas para controlar la renovación de la presidencia, desde la propia presidencia, que lo condujo a encaminarse a un largo período de permanencia en el poder. Por eso, un primer impulso democrático requirió, en efecto, conjurar definitivamente la reelección; pues de no hacerlo la voluntad de máximo peso y con supremacía para acomodar el proceso electoral, sería la presidencial; de ahí la necesidad de cumplir con el sufragio efectivo y la no reelección efectiva.

Había quedado suficientemente claro, la premisa de que si el presidente deseaba reelegirse, contaba con todos los elementos para lograrlo desde el ejercicio del poder y a partir del control que podía capturar sobre el proceso electivo; también se demostró que el presidente podía reelegirse después de pasado un período, tal y como lo hizo Porfirio Díaz al impulsar la candidatura de su compadre Manuel González (1880-84), y después volver a elegirse -de forma sucesiva a partir de 1984 y hasta su deposición por la irrupción revolucionaria de 1910-; ese aprendizaje guarda indudable paralelismo con el intento fallido de retorno a la presidencia escenificado por Álvaro Obregón para el primer periodo sexenal (1928-34, cuando ya había sido presidente en 1920-24), pero que al ocurrir su asesinato ya como presidente electo, quedó sin efecto.

Una vez que las reelecciones sucesivas o alternadas en la presidencia de la República quedaron desechadas por el precepto constitucional, otro fenómeno hizo su aparición; éste consistió en la figura del llamado candidato oficial, con la condición de ser gestado, promovido y protegido por el propio gobierno. El autor de este nuevo recurso fue el PRI, desde que surgió en 1929 como Partido Nacional Revolucionario.

Por esa vía el partido en el poder se reiteró en la presidencia desde 1930 hasta el año 2000, una vez que ocurrió la primera alternancia en la presidencia de la República. Las modalidades para lograr tal permanencia fueron principalmente dos; la primera consistió en el control del gobierno sobre la organización electoral, además del amplio acuerdo social que le significó una agenda de políticas públicas y programas inscritos en las reivindicaciones inspiradas en la gesta revolucionaria, que caracterizó la etapa del partido hegemónico; una segunda fase corrió por la carretera de la llamada transición política, que se significó por el despliegue de un primer atisbo de pluralidad política y que aterrizó en nuevos mecanismos de la organización de las elecciones, de prácticas y de formas de calificación de los comicios que impulsaron la competencia política y la alternancia.

Lo que ahora tenemos con la transmisión del bastón de mando, es una modalidad destinada a mantener la presidencia en las manos del mismo partido, e insistir en el modelo de la candidatura oficial; ello, no obstante, las reglas y las instituciones propias de la competencia política y la alternancia que, si bien se mantienen vigentes, lo hacen dentro de una práctica destinada a inhibirlas para que sean diezmadas, matizadas o anuladas a partir del peso de la propia presidencia.

Por si eso fuera poco, se incorpora un nuevo aditamento o recurso, que es la macana, para golpear a los adversarios y críticos. Entonces las dos manos del gobierno se emplean con claro designio y encomienda; una entrega el bastón de mando, mientras la otra ase, empuña y sostiene una macana para intimidar, perseguir y golpear a los adversarios, tanto de forma encubierta o abierta.

Antes la reelección, después el diseño del partido hegemónico, fueron los mecanismos para asegurar el control del poder desde la presidencia, hasta que ese ciclo se interrumpió por la alternancia, la pluralidad y la competencia política, que fueron una de las expresiones de nuestra transición política. Pero ahora se trata de que la presidencia vuelva a tomar el control del proceso electivo mediante dos figuras, una simbolizada por la entrega del bastón de mando, la otra por la macana; con una se obsequia y se premia; con la otra se intimida y castiga. El bastón indica a quién se debe apoyar; mientras la macana marca la capacidad que se tiene para disciplinar y someter a quien se rebele a la primera decisión.

Que el poder controle la renovación del poder. El presidente entrega el bastón y amenaza para someter a inconformes desde su tribuna y mediante el despliegue de las instituciones que tiene a su cargo, así como de las que se le han alineado. ¡Bastón y macana!