La impunidad alardea en nuestro país, uno de sus acompañantes es la arbitrariedad como forma de dominio político, también lo son las resoluciones judiciales tardías y muchas veces erradas.

Entre sus consecuencias y productos emerge la narrativa de la componenda como forma de resolución de demandas y de gestiones, entonces la corrupción. De ahí se produce la idea de que el poder y los poderosos priman, al tiempo que llama a los grupos menos favorecidos a moldear sus reclamos a través de una intermediación viciada.

Emerge así una subcultura de la ilegalidad que tiene entre sus desfogues la privatización de la vida pública como una forma de mercancía que se vende al mejor postor, y que es adquirida como un asunto privado.

Se simula una legalidad atrapada en los formalismos y en los pretextos de tardanza que ese léxico plantea, exhibido en las declaraciones que se formulan del tipo: “aplicaremos todo el rigor de la ley”, “llegaremos hasta las últimas consecuencias”, “nadie por encima de la ley”, etc., pero como parte de una retórica hueca e insulsa que sirve para sortear una coyuntura difícil, pero que nada puede implicar respecto del futuro.

Junto con todo ello se enseñorean los poderes arbitrarios, los que se cobijan en las distorsiones que emanan de las falsas salidas; dominan los factores reales, de aquellos que se empoderan en las regiones por las omisiones de la ley y de su aplicación; los que lucen por su capacidad de domeñar a las autoridades e imponerles un código emanado de su visión abusiva.

También ahí la centralidad de un poder que rompe los equilibrios entre los poderes constitucionales para imponerse en su perspectiva autoritaria y que plantea que con más atribuciones puede resolver la grave situación de ilegalidad; pero que para tal cometido requiere ampliar atribuciones para someter a criminales y delincuentes.

La sociedad de la ilegalidad se despliega a pesar de ello. La tendencia propia del hiperpresidencialismo que nos ha acompañado en el país pretende que puede resolver el reto de construir legalidad, pero para hacerlo requiere de métodos y prácticas excepcionales como las de la prisión preventiva oficiosa o la de incorporar a las fuerzas armadas en las tareas de la seguridad interior.

Se trata de una fórmula que pretende brindar las respuestas que se demandan, pero a través de una especie de chantaje: Lograr los propósitos sólo es posible a cambio de poner en práctica medios y medidas extraordinarias.

En la otra cara de la moneda aparece el rostro del autoritarismo o el regreso a las viejas promesas en donde la concentración del poder -y no su equilibrio y los contrapesos a su ejercicio- es la respuesta.

Viejas soluciones que fueron erradas, pues lo que hicieron fue alinear la ilegalidad al ámbito del poder constituido, de hacerlo más robusto e incontrastable y de abrir una línea que se alejó de los procesos institucionales para incorporarla en el voluntarismo abusivo.

La traza autoritaria somete a la sociedad, la tiende a volver súbdita, implorante de beneficios concedidos por virtud de los gobernantes, no por el atributo de sus derechos.

Los recientes casos de Rosario Robles y de Murillo Karam contienen dichos dilemas;

En un caso se perpetuó por tres años una prisión preventiva injustificada y abusiva, mientras en el segundo se le aprehende simbólicamente, en espera de un juicio que se anticipa complejo, sin que sean contundentes los delitos que se pretenden acreditarle, y en donde la contundencia luce por el lado de olvidar la presunción de inocencia.

El autoritarismo judicial ha quedado expuesto con flagrancia; los presuntos culpables de los delitos que se les imputan pueden acabar siéndolo, pero no debe obviarse el imperativo de que así se acredite, de forma palmaria, por parte de la Fiscalía y a través de los juicios correspondientes.

En vez de eso, se busca acreditar la fuerza del poder judicial por la capacidad de encarcelamiento de personas, en concordancia con las prioridades que marca el poder ejecutivo y de hacerlo de forma oficiosa. Sin duda, una fórmula claramente autoritaria encaminada a violentar derechos.

Con tal proceder, la subcultura de la ilegalidad lejos de verse en un proceso de salida, tiende a incorporarse en una vía abierta de consolidación.

El signo de la detención y el encarcelamiento tienden a convertirse en el símbolo de la justicia; ello al margen de los procesos de la investigación y de los juicios que se realicen y de las sentencias que se emitan.

Si las cárceles y no los tribunales son el espacio para apreciar y calificar a la justicia; si las detenciones y encarcelamiento miden la eficacia de la acción judicial, y si es posible recurrir con facilidad a la prisión preventiva oficiosa, entonces se pretende que el gobierno saldrá exitoso en la medida que más detenidos logre llevar a la cárcel.

Pero la impunidad se regodea, pues es evidente que se carece de capacidad para perseguir a la delincuencia y que, cuando se logra su detención, tampoco se tiene la aptitud para penalizar sus actos.

En esa ecuación se entiende por qué el gobierno proclama una defensa enfática a mantener el recurso de la prisión preventiva oficiosa; en el fondo es un reconocimiento de su incapacidad para salir de la subcultura de la ilegalidad y de encaminarse por la otra ruta, que es consolidar a la cultura de la legalidad;

Es una afirmación de su tendencia autoritaria y de alineación de la sociedad; es una ardid para proclamar su éxito en medio del fracaso sonoro.