El estruendo de las redadas migratorias ordenadas por la Casa Blanca y la combustión social que provocan recuerdan pasajes oscuros de intolerancia, exclusión y autoritarismo. Los migrantes han transitado del sueño americano a la pesadilla del autoritarismo.

Desde que Donald Trump retornó a la presidencia, la maquinaria antimigrante se ha reactivado con una crudeza que parece más propia de regímenes totalitarios que de una nación que se precia de ser faro de democracia. En las últimas semanas, las redadas masivas en ciudades como Los Ángeles, Chicago, Houston y Nueva York —impulsadas por una política federal que criminaliza a quienes carecen de documentos migratorios— han generado no solo un ambiente de miedo generalizado, sino también una ola de indignación que ha desembocado en disturbios, manifestaciones y enfrentamientos con las fuerzas del orden.

Resulta ineludible señalar que lo que se vive en las calles norteamericanas no es únicamente una crisis migratoria o un problema de seguridad pública. Estamos ante una crisis de principios, un choque entre el discurso de odio institucionalizado y la resistencia civil que aún defiende los valores sobre los cuales se fundó esa gran nación: la libertad, la inclusión y el derecho de todos —no solo de unos cuantos— a buscar una vida digna.

Las imágenes de niños llorando mientras sus padres son aprehendidos en supermercados, estaciones de autobuses o incluso en sus propios hogares, evocan un déjà vu de los episodios más vergonzosos de la historia estadounidense. Y es que este no es un fenómeno nuevo. Las redadas y deportaciones masivas han ocurrido antes —basta recordar la tristemente célebre Operación Wetback en los años cincuenta o las políticas migratorias de la era Obama, que aunque más discretas, tampoco estuvieron exentas de controversia—, pero lo que ahora marca la diferencia es la carga de odio, de cinismo, de desprecio por el otro que transpira cada decisión gubernamental.

Lo verdaderamente alarmante es que estas medidas no solo están dirigidas contra migrantes indocumentados, sino que han comenzado a salpicar a comunidades completas, sembrando la semilla del racismo, la xenofobia y la división social. Ya no basta con tener “papeles en regla” para vivir sin temor; ahora basta con parecer latino, hablar español o vivir en barrios históricamente habitados por inmigrantes para ser objeto de acoso, detenciones arbitrarias o incluso agresiones físicas.

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La respuesta social ha sido tan poderosa como previsible. Miles de personas han salido a las calles a protestar, a bloquear centros de detención, a formar cadenas humanas para evitar arrestos, a exigir respeto a los derechos humanos. Sin embargo, en lugar de atender el clamor ciudadano, la administración Trump ha respondido con mano dura, militarizando la respuesta policial, endureciendo los discursos y legitimando una narrativa de “invasión” que poco tiene que ver con la realidad y mucho con las fantasías autoritarias de quienes temen perder el control de un país que, guste o no, es ya multicultural, plurilingüe y, sobre todo, profundamente dependiente de su fuerza laboral migrante.

Lo que se vive actualmente es una especie de ensayo autoritario, un laboratorio de cómo doblegar a la sociedad civil con herramientas legales envueltas en retórica patriótica. El aparato del Estado se ha movilizado para enviar un mensaje: no hay lugar para quienes no encajan en el molde anglosajón y protestante que ciertos sectores de la ultraderecha pretenden reinstaurar como modelo único.

Frente a esto, cabe preguntarse: ¿dónde están las voces sensatas del Congreso estadounidense? ¿Dónde están las organizaciones internacionales defensoras de los derechos humanos? ¿Dónde están, incluso, los gobiernos latinoamericanos, que con honrosas excepciones han guardado un silencio vergonzante ante el sufrimiento de sus connacionales? La defensa de los migrantes no debe ser vista como una consigna ideológica, sino como un imperativo ético y humanitario.

Los disturbios en Estados Unidos no deben ser leídos únicamente como estallidos de violencia. Son gritos desesperados de una sociedad que no está dispuesta a tolerar más abusos, que entiende que los derechos civiles se conquistan en la calle cuando las instituciones fallan. Si algo ha demostrado la historia reciente, es que los cambios sociales más profundos han surgido de la protesta, de la desobediencia civil, de la rebeldía frente a lo injusto.

Desde luego, no se trata de justificar actos vandálicos o confrontaciones violentas, pero sí de comprender el contexto que los genera. La represión institucional, el discurso de odio y la criminalización de la pobreza son gasolina sobre un terreno social ya de por sí inflamable.

Donald Trump, en su intento por consolidar un legado político sustentado en el miedo, puede estar sembrando las semillas de una revuelta social que trascienda lo migratorio. Porque lo que hoy se ensaya contra los indocumentados, mañana puede aplicarse contra cualquier grupo que disienta, que cuestione, que incomode. Esa es la lógica del autoritarismo: empieza con los más vulnerables y acaba arrasando con todos.

La comunidad internacional, la academia, los medios libres y la ciudadanía organizada tienen la responsabilidad de alzar la voz, de documentar los abusos, de dar rostro a las víctimas, de romper el cerco informativo que intenta presentar a los migrantes como criminales cuando, en realidad, son víctimas de un sistema que se beneficia de su trabajo pero les niega reconocimiento.

En este contexto, urge retomar el debate sobre una reforma migratoria integral que humanice la política estadounidense, que reconozca la realidad de millones de personas que han construido su vida en ese país, que pagan impuestos, que contribuyen a la economía y que, sobre todo, enriquecen el tejido social con su cultura, sus valores y su esfuerzo.

La encrucijada es clara: o Estados Unidos se reafirma como una democracia incluyente y plural, o se desliza hacia un modelo autoritario, excluyente y represivo. Las redadas y los disturbios no son sino síntomas de una enfermedad más profunda: el olvido de los valores fundacionales y la renuncia a la empatía como principio rector de la política pública.

Ahora bien, frente a esta oleada de atropellos, no ha faltado quien levante la voz. El gobernador de California, con valentía y firmeza, ha declarado que su estado no será cómplice de una política que considera inmoral e inconstitucional. Ha instruido a las autoridades estatales a no colaborar con los agentes federales de migración, reforzando el compromiso de California como estado santuario. En una declaración que ha resonado en todos los rincones del país, el gobernador sostuvo que “no entregaremos a nuestros vecinos, no traicionaremos a quienes han contribuido a construir esta sociedad, esta economía, esta cultura”.

La postura del mandatario californiano no es un simple acto de rebeldía política; es una defensa del espíritu republicano y de los principios fundacionales de Estados Unidos. No se trata de negar la facultad del gobierno federal para regular la migración, sino de exigir que esa regulación se apegue a criterios de justicia, proporcionalidad y respeto a los derechos humanos.

La respuesta del presidente Trump ha sido, como era de esperarse, provocadora y despectiva. Desde sus cuentas de redes sociales, ha acusado a los gobernadores demócratas de “traición”, a los manifestantes de “anarquistas” y a los migrantes de “delincuentes”. Ha dejado claro que no cederá, que está dispuesto a utilizar toda la fuerza del Estado para imponer su visión excluyente, autoritaria y profundamente racista de la nación.

Que nadie lo dude: lo que se vive hoy en Estados Unidos no es una mera controversia migratoria, es una batalla por el tipo de país —y de mundo— que queremos legar a las próximas generaciones. La historia juzgará con severidad a quienes hoy persiguen, excluyen y destruyen vidas en nombre de una falsa seguridad. Pero también recordará con gratitud a quienes, aun en tiempos de oscuridad, se atrevieron a defender la luz. Sin olvidar que la historia no absuelve a quienes callan ante la injusticia.