La sucesión presidencial se volvió un tema distinto a partir del año 2000, por la competitividad electoral y la alternancia partidista. Por eso no se podía hablar más que de elección de candidaturas en un partido o en otro, pero cualitativamente es distinto. Porque hasta 1994, al elegir el candidato del partido oficial, se elegía de facto al presidente.
El presidente ha combinado viejas formas políticas con un estilo propio y más acorde a los tiempos, porque cada vez es más difícil controlar al aparato de la información, y también cada vez más difícil crear narrativas hegemónicas. Esto lo condujo a tomar una decisión extraña: abrió el tema del relevo cuando le quedaban más de 2 años de gobierno. Esto es inaudito porque, en otros tiempos, al momento de abrir la sucesión el aparato de cooperación de la clase política perdía eficacia, pues empezaban las apuestas de unos y las traiciones de otros, que vistas bien son la misma cosa depende a quién se le pregunte. El presidente en funciones, además, perdía autoridad vertiginosamente desde que se elegía al candidato del PRI. En el discurso era más presidente que nunca; en los hechos, para nada.
En el viejo régimen, no todos podían pretender ser tomados en cuenta, sino que se proponía una baraja de cuatro o cinco aspirantes y, al final, el presidente se decantaba por uno de ellos. El ganador empezaba a hacer campaña y los perdedores se quedaban en sus cargos para volverse inelegibles constitucionalmente, es decir, era una muestra de disciplina y una garantía de no ruptura. Por eso la renuncia de Manuel Camacho en 1993, ante la designación de Colosio, fue vista como un acto de rebeldía.
En esta nueva iteración del sistema político, el propio presidente abre las cartas, mete a unos, saca a otros. Sabemos que detrás de su supuesta apertura para que “quien sea levantara la mano”, solo la levantaron quienes recibieron, de alguna manera, el mensaje de que podían ser. Caso aparte, y no para despreciar, es el de Gerardo Fernández Noroña, quien sí representa todos los votos de Iztapalapa y algunos otros. No es que pueda ser presidente, pero algo quiere para apoyar al que salga. Habría que preguntarle.
Aún no está claro si la enorme anticipación de la lógica sucesoria fue ventajosa o no para Morena, para el gobierno, o para la tranquilidad de las elecciones en 2024. Pero es una verdadera incógnita lo que sucederá con los actores políticos a partir de que se defina un candidato, en septiembre. Porque a diferencia de los 3 sexenios pasados, nadie medianamente enterado cree que la oposición le pueda ganar a Morena en 2024, por lo que al elegir “corcholata”, se estaría eligiendo presidente/a, y así se empezarán a comportar varios.
La voluntad del gran elector no está completamente decidida, las cartas no están echadas, y por ello aducir que “esto es una farsa pues él ya decidió”, me parece incorrecto. El presidente jamás ha dudado en decir quién es el que él quiere que quede para algo, desde que lo decide y sin importar escándalos o desgaste en contrario, pero lo más probable es que él mismo esté sopesando ventajas y desventajas. Es una decisión de Estado, no de simpatías.
Uno de los factores es la popularidad o el carisma propios, pero no demasiado, pues para los efectos prácticos él ya hace y seguirá haciendo campaña por su candidato hasta el último día antes de los comicios, y sin pudor alguno.
Hay dos vistos buenos que el presidente siempre ha tomado en consideración, al menos como opiniones de peso, para definir sucesor: las fuerzas armadas y la Casa Blanca. Y no porque esté sometido a ellos sino porque ambos son factores importantes para la gobernabilidad en general. Así, puede ser que esté a la espera de que los factores reales de poder definan sus apoyos una vez que los precandidatos renuncien a sus cargos.
Algunos pesimistas han dicho que la renuncia es una mala estrategia para quien pierde la encuesta, porque deja de tener control sobre su cartera y su debilitamiento empieza también desde ese momento. El compromiso de quien gane, de integrar a los otros a su gabinete, no tiene la menor importancia, porque todos son de libre remoción, y porque muchas cosas pasan de aquí a que asuma la presidencia.
Además, al renunciar todos, se vuelven elegibles para ir con otro partido, a la manera del fiasco de Guadiana y Mejía en Coahuila. De nuevo, el comprometerse a la unidad antes de la selección, no significa nada.
La otra lectura, de muy mala fe y que no comparto, es que el presidente abrió las cartas para sobreexponer a todos los aspirantes, y desgastarlos de modo que, quien quede, dependerá de él para ganar, y para gobernar. Un maximato, pues, el sueño de todos los viejos priistas. Pero a nadie le ha salido desde 1934. Por algo será.