Una crónica desde el Istmo... La sensación del primer ejemplo de justicia itinerante que hizo posible comenzar a eliminar las barreras de la distancia.

Una de las exigencias más intensas durante el proceso de escucha para la renovación judicial fue hacer la justicia cercana en lugares donde resulta obligatorio trasladarse hasta ocho horas para poder iniciar algún tipo de juicio. Esta realidad no es citadina, más bien es la vida cotidiana para quienes habitan en los municipios alejados de las capitales en el interior de la República. Hay territorios donde el viento arrastra historias antes que polvo. En el Istmo de Tehuantepec —frontera viva entre mareas, lenguas y heridas antiguas— la vida cotidiana se abre paso entre disputas que llevan generaciones fermentando, delitos que se vuelven paisaje y silencios que pesan más que los cerros. Allí, donde tantas veces la autoridad ha sido una sombra esquiva, ocurrió algo casi insólito: la justicia decidió caminar hacia la gente.

Llegó a Santo Domingo Tehuantepec la tercera edición del programa “Justicia Más Cerca de Ti”, como si el Poder Judicial hubiese recordado de pronto que sus raíces están en las calles, no en los expedientes. Bajo el doble domo de la Unidad Deportiva Juárez —un sitio que suele llenarse de fiesta, de asamblea, de sudor en los bailes que son lo único que llega puntual— se reunieron cerca de 300 personas. No llegaron con el ánimo burocrático del trámite, sino con la urgencia de quienes llevan meses, algunos años, esperando una palabra que les devuelva sentido.

La distancia disuade a la justicia porque esconde la exigencia de dinero, tiempo, perder tiempo para crear o trabajar y crear problemas adicionales como cargar con los cuidados de personas dependientes, dejarles solos o buscar a alguien que cuide durante el tiempo de ausencia que puede ser más de un día completo.

Hubo mujeres con carpetas que parecían pesar más que sus manos. Hombres que hablaban con tono grave de tierras disputadas. Jóvenes que, por primera vez, se acercaban a quienes en los libros aparecen como figuras lejanas. Cada quien llegó con su historia abollada, con ese anhelo íntimo de ser escuchado.

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Y los juzgadores escucharon. La magistrada presidenta Erika María Rodríguez Rodríguez lo dijo con la sencillez de quien nombra lo que debería ser obvio pero no lo es:

“Ya no podemos esperar a que las personas acudan al juzgado. Hoy salimos a dialogar directamente con la comunidad. Este es un Poder Judicial que reconoce que debe escuchar, corregir y transformarse”.

La iniciativa fue parte de un par de campañas pero quienes lo han concretado son quienes ya se encuentran al servicio el justicia y el reto no es menor pues llevar los juzgados a las comunidades implica una exigencia de organización que no se puede prestar a la improvisación porque se trasladan documentos de los que dependen las familias... desde contratos, escrituras, actas matrimoniales o de defunción. Perderlo sería crearles problemas adicionales al mismo tiempo que la justicia es profundamente emocional, implica crear espacios para que los usuarios puedan ser vulnerables y hablar de eso que les han quitado, aquello que demandan. Algunos abogados que se convierten juzgadores o litigantes de tiempo completo olvidan que los litigios son emociones desbordadas a las que hay que ponerle nombres y traducciones al lenguaje jurídico para homologar hechos con derechos, pero en ese camino pierden la sensibilidad y desconectan de las razones por las que hacen lo que hacen. Eso es lo que este ejercicio permite reconectar: la idea de que en los tribunales, lo que hay no solamente son expedientes... que son seres humanos con vidas impactadas, quienes van sintiendo cada día que no logran alcanzar eso que les corresponde y que se mantiene en el conflicto.

Magistradas y magistrados penales atendieron los casos más urgentes, esos que tienen el pulso del riesgo inmediato. Sus colegas civiles y familiares escucharon otras heridas: herencias, pleitos por custodias, pensiones que nunca llegan, propiedades arrebatadas, violencias domésticas que dejan cicatrices invisibles. Historias que en los tribunales suelen marchitarse entre sellos y oficios, pero que allí, al hablarse en voz alta, recuperaban algo de humanidad.

Antes, este programa había recorrido Pochutla en la Costa y la Sierra de Ixtlán, pero es en el Istmo —esa vasta madeja de caminos, identidades y disputas— donde su presencia encendió una señal luminosa. Como si la justicia se hubiera quitado los tacones y hubiera decidido caminar descalza sobre la tierra caliente para sentir dónde duele.

La escena es poderosa porque los tribunales suelen ser diseñados en estilos arquitectónicos lujosos, con mármol y pinturas gigantes, barandales dorados y piso que parece espejo de tan pulido que devuelve el reflejo... pero a pie de tierra, realmente todos somos iguales.

La jornada dejó una certeza sencilla y es que la justicia se vuelve más fuerte cuando se atreve a mirar a los ojos, cuando se despoja del privilegio para sentir en carne propia lo que es vivir cerca de los contextos que resuelven.

No hay transformación institucional que ocurra desde las alturas. Se construye abajo, en la voz que tiembla, en la mano que sostiene un documento amarillento, en la consulta improvisada que abre un resquicio de esperanza.

Oaxaca nos recuerda que las instituciones, para ser legítimas, deben tener oído. Y que el territorio no es un mapa, sino un cuerpo vivo que habla. Escucharlo no es un gesto amable, es una responsabilidad que por primera vez se toma en serio y se realiza con estos acercamientos. Es, quizá, el inicio de una justicia más humana, más humilde, más verdadera. Una justicia que, por fin, empieza a caminar donde más se le necesita.