La normal de Ayotzinapa fue un importante foco guerrillero en los 60′s y 70′s. Para el Estado mexicano, en sus tareas de seguridad nacional, de siempre ha sido objetivo observar qué sucede allí. Por su parte, en estudiantes y mentores de una o de otra manera ha persistido la llama del cambio radical. Las condiciones sociales de la región lo explican y podría decirse que el estado de cosas no ha cambiado en más de medio siglo.

Lo que sí ha cambiado es la irrupción del crimen organizado. Ya se sabía que la producción de amapola en la zona serrana, consentida y promovida por las autoridades era un componente de la economía regional, aunque su impacto era marginal sobre el conjunto de la entidad. La situación cambió; la amapola para producir opio y heroína sería desplazada por el trasiego y comercio de drogas. La disputa entre distintos grupos delictivos por territorios está presente, y como sucede en todo el país, sus expresiones son de violencia extrema.

En este sentido, en Iguala está documentada la lucha entre dos grupos criminales, y que la autoridad municipal al momento del crimen estaba vinculada a la delincuencia  organizada, al igual que las policías municipales de la región. La desaparición de los 43 normalistas se enmarca en estas dos expresiones. Un grupo amplio de estudiantes resolvió, en 2014, secuestrar autobuses para participar en la ciudad de México en las manifestaciones del 2 de octubre. Es muy probable que el aparato de inteligencia del gobierno federal y de la Sedena dieran cuenta del hecho.

Es explicable, por razones ideológicas y por historia, la narrativa local que hace al Estado responsable directo y activo del crimen. Los estudiantes normalistas estuvieron en Iguala por una motivación política y evidentemente debieron de estar monitoreados por las entidades de seguridad nacional. Sin embargo, el crimen se da en el ámbito del enfrentamiento entre bandas delictivas. ¿Confusión, diseño o escarmiento? Es irrelevante. La realidad es que los policías municipales los entregaron a los criminales, y documentado está quién dio la orden de su ejecución, delincuente que gracias a la intervención del fiscal especial Omar Gómez Trejo goza de protección por su colaboración para proceder contra los investigadores del pasado gobierno, prioridad de esta administración. El secuestro y la eventual ejecución se enmarcan en el contexto del crimen organizado, parte fundamental de la llamada verdad histórica, que nadie ha disputado en lo fundamental.

Las diferencias entre las versiones de los dos gobiernos son secundarias respecto a la razón y autoría del crimen. La primera, disputada por el GIEI, refiere al paradero de los estudiantes asesinados y remite a que todos fueron incinerados en el basurero de Cocula. Los padres de los desaparecidos, en explicable ánimo de encontrarlos con vida, decían que podrían estar secuestrados o detenidos en instalaciones militares.

La otra diferencia entre las versiones remite al papel de las fuerzas federales y las armadas allí acantonadas. El subsecretario Alejandro Encinas hizo propia la tesis -no probada- a partir del prejuicio de una activa participación de dichas fuerzas, que le llevó a suscribir la tesis de la responsabilidad del Estado, es decir, una decisión del más elevado nivel de autoridad para secuestrar, ejecutar y desaparecer a los normalistas.

La obsesión de Encinas, del GIEI y del fiscal especial Omar Gómez Trejo sobre un crimen de Estado llevó a manipular o tergiversar evidencia, liberar a culpables confesos y a encarcelar o perseguir a los responsables de la investigación, incluyendo al procurador general de la República, Jesús Murillo Karam. Nada hay, como ha argumentado el presidente López Obrador, que abone a la hipótesis del crimen de Estado. Pudiera haber connivencia de tropa y oficiales de las fuerzas armadas, que habría de probarse; pero, en forma alguna, que el presidente Peña Nieto o desde la Sedeba se hubiera instruido la desaparición de los estudiantes o el encubrimiento del crimen.

Todo indica que Alejandro Encinas fue separado de su cargo por el pésimo desempeño en la investigación de los hechos de Iguala; su situación legal está muy comprometida, mientras el ex procurador Murillo Karam está en prisión.  A Encinas se le ha dado cobijo en la campaña presidencial de Morena, seguramente con el ofrecimiento de un cargo de elección que le conceda inmunidad e impunidad a manera de eludir su responsabilidad legal.