En la disputa pública contemporánea, el asesinato de carácter —concepto desarrollado y sistematizado en la literatura internacional por Martijn Icks y Eric Shiraev (2014)— opera como una maquinaria silenciosa y eficiente. No busca verdad, busca percepción; no necesita pruebas, necesita circulación. En sociedades polarizadas, ese desplazamiento basta para construir realidades paralelas que se mueven rápido, erosionan sin evidencia y colonizan la conversación pública. De esto hablé con Sabina Berman en su programa Largo Aliento.

Primero. El asesinato de carácter es una estrategia de demolición reputacional alimentada por fragmentos aislados, lecturas sesgadas y amplificación digital. No necesita hechos, le basta con frases sin soporte para fabricar una realidad ficticia que, aunque no produce efectos jurídicos, sí daña el tejido social y la biografía pública de quienes la padecen. Retoma elementos funcionales de las trece teorías clásicas de destrucción reputacional: manipulación de contexto, repetición para desgastar, indignación dosificada, sesgos convertidos en certezas y narrativas hechas para saturar sentidos. En el ecosistema digital, cada palabra se multiplica, cada insinuación se vuelve señal, cada exageración se transforma en certeza emocional. El objetivo no es demostrar algo, sino instalar una sombra que acompañe a la persona incluso cuando los hechos la desmientan. Una sombra sin sustancia, pero con enorme capacidad de propagación.

Segundo. El caso de Lenia Batres ilustra con claridad este mecanismo. Se intentó construir una narrativa dañina a partir de recortes útiles, especulaciones y frases sin sustento orientadas a confirmar prejuicios existentes. La intención era simple: fijar una percepción antes que establecer un hecho. Pero su respuesta inmediata alteró el libreto. Respondió con transparencia, documentos verificables y datos duros. Sin dramatismo. Sin ruido. Sin titubeos. Ese gesto encapsuló el daño. Evitó que la narrativa tóxica se expandiera. No buscó convencer a quienes ya habían decidido creer lo peor; habló a la ciudadanía silenciosa que observa y evalúa. Ese fue el punto de inflexión. El ataque quedó atrapado en el círculo de los ya convencidos. No escaló. No contaminó, no logró alterar el equilibrio real de percepciones.

Tercero. María Elena Álvarez-Buylla enfrenta una versión más áspera del mismo fenómeno. Es una científica de prestigio internacional, acostumbrada al rigor metodológico, no a la estridencia mediática. Llegó al gobierno con una misión clara: corregir el rumbo del Conahcyt y devolverlo al interés público. Lo hizo. Transformó el sistema radicalmente con apego a la ley. Auditó padrones y frenó inercias que habían beneficiado más a redes de influencia que a la investigación estratégica del país. Eliminó privilegios disfrazados de autonomía. Impulsó proyectos de ciencia aplicada, no clientelar. Reordenó fondos, tecnificó decisiones y colocó la transparencia como regla, no excepción. Recuperó la lógica pública del financiamiento científico. Esa transformación tocó intereses. Y cuando se tocan intereses, aparece el costo: campañas, distorsiones y frases sin soporte construidas para generar culpabilidad donde basta sembrar la especie, aunque no haya evidencia. Es un asunto de emociones más que de hechos verificables. Los ataques han tocado sus fibras sensibles porque no tiene poder ni tribunas periódicas porque no es una política profesional, sino una de las científicas más brillantes con que cuenta México en la biología quien confió en que el cambio era posible y lo hizo. Pero ahora está en su laboratorio de la UNAM alejada de la política, cuya incursión en ella requirió de mucha entereza y compromiso social para llevarla a cabo.

Con la presidenta Claudia Sheinbaum se ha intentado de todo. Pero hasta ahora el impacto se ha concentrado en grupos minoritarios que reafirman su sesgo de confirmación, pero no se advierte que hayan tocado a la mayoría de la población. Sheinbaum tiene una presencia altamente calificada de manera positiva. Enfrenta ataques diarios. Son ataques que se repiten, que se adaptan, que buscan desgaste antes que diálogo. Pero su respuesta ha evolucionado: cada vez más profesional, más técnica, más basada en hechos. Las narrativas hostiles viven en redes digitales, pero carecen de base social. Hacen ruido... mucho ruido, pero no mueven placas y no se ve que esa realidad virtual se traduzca en votos en las urnas en el 2027. En concreto, no cambian correlaciones de fuerza. No alteran el pulso real del país.

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Con todo, debe haber reglas legales de moderación en plataformas digitales para evitar y prevenir el asesinato de carácter. No es censura. Es prevenir el ejercicio abusivo de la libertad ajena por entero a los criterios de veracidad, imparcialidad, verificación. Al mínimo minimorum de un medio que, se supone, debe servir al derecho a la información de la sociedad. Es verdad que tenemos la figura del daño moral en los estados y la afectación al patrimonio moral en la Ciudad de México, pero es de carácter resarcitorio cuando el daño ya está hecho. Lo que se requiere es una regla vinculante ex ante no solo ex post que ya existe. De otra forma, seguirán imponiéndose relatos ficticios sobre realidades verificables. Y cuando esa ficción se normaliza, la democracia deja de ser un debate y se convierte en un espectáculo de destrucción que lastima el tejido social.

@evillanuevamx

ernestovillanueva@hushmail.com