Desde la semana pasada, el conflicto por el agua entre México y Estados Unidos dejó de ser un asunto técnico para convertirse en un tema político de primer orden, con cobertura constante en medios y presencia reiterada en las conferencias matutinas. La amenaza de imponer aranceles, planteada el 8 de diciembre por el presidente Donald Trump, y la respuesta del gobierno mexicano en los días siguientes colocaron un problema estructural en el centro del debate público.

En ese marco, el gobierno de México ha insistido en un punto central: el cumplimiento del Tratado de Aguas de 1944 no implica entregar agua que el país no tiene ni poner en riesgo el consumo humano o la producción agrícola. La negociación reciente con Estados Unidos ha sido, en esencia, sobre tiempos y mecanismos, no sobre volúmenes adicionales ni concesiones fuera del acuerdo vigente.

Ese encuadre, sin embargo, sigue siendo insuficiente. El conflicto no es principalmente ambiental ni técnico. Es político, institucional y territorial. Y, sobre todo, es climático.

Cuando el agua entra a la conversación internacional, deja de ser solo un recurso natural y se convierte en un asunto de Estado. La escasez ya no responde únicamente a ciclos naturales, sino al cambio climático que altera patrones históricos de lluvia, disponibilidad y recarga de cuencas. En ese contexto, el debate deja de ser sobre cuántos metros cúbicos se entregan y pasa a ser sobre la capacidad de los Estados para sostener compromisos en un escenario de incertidumbre permanente.

En la práctica, decisiones tomadas en mesas técnicas y diplomáticas terminan definiendo cosas muy concretas: cuánta agua llega a una comunidad en temporada seca, si una cosecha es viable o qué margen tiene una ciudad para enfrentar veranos cada vez más largos y calientes. Ahí es donde el cambio climático deja de ser un concepto global y se convierte en una experiencia cotidiana.

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El agua es un recurso estratégico y un bien común de la nación. En el Tratado de Aguas de 1944, el principio es relativamente simple: México y Estados Unidos comparten cuencas y se comprometieron a repartirse ciertos volúmenes bajo reglas previamente acordadas. No se trata de una cesión de soberanía, sino de un acuerdo entre vecinos que comparten una frontera y un recurso.

Porque, al final, todos hemos tenido algún vecino: una valla compartida, una pared común, una llave de paso que no pertenece solo a uno. El acuerdo no elimina los conflictos, pero fija reglas para que la convivencia sea posible. El problema surge cuando esas reglas, diseñadas bajo los supuestos de otra época, se enfrentan a una realidad distinta, marcada por sequías más largas, eventos extremos y menor disponibilidad estructural de agua.

En ese contexto, el tratado no es el enemigo ni el salvavidas. Es el marco dentro del cual se revela algo más incómodo: no es posible gestionar un bien estratégico del siglo XXI con instrumentos diseñados bajo supuestos climáticos y productivos que ya no son los actuales.

El error conceptual que dominó la discusión pública no fue el tono de Estados Unidos, sino tratar el conflicto como un episodio coyuntural que se resuelve reaccionando. Cumplir un tratado no es una decisión puramente técnica; es una decisión política que refleja márgenes de maniobra previamente construidos. Cuando el cumplimiento se vuelve una gestión de última hora, condicionada por presiones externas y por límites físicos, climáticos y de infraestructura —sin afectar el consumo humano ni la producción agrícola—, el problema ya no es el acuerdo internacional, sino la falta de anticipación.

Además, el debate suele quedarse en el plano binacional, cuando los costos reales se pagan en el territorio: en cuencas, regiones agrícolas y comunidades que absorben ajustes de emergencia. Ahí es donde el cambio climático deja de ser una abstracción y se convierte en un problema concreto de gobernanza.

México sigue administrando el agua desde una lógica centralizada que, en contextos de estrés climático, se vuelve frágil. La respuesta suele ser redistribuir escasez de manera reactiva, en lugar de gestionar de forma anticipada reglas, prioridades y capacidades locales acordes con los riesgos actuales.

Cerrar el año con este debate no es casual. El agua resume muchas de las tensiones que marcarán los próximos años: clima, territorio, soberanía y capacidad del Estado. No es un problema que se resuelva con un acuerdo puntual ni con una buena conferencia de prensa.

Porque, en un contexto de cambio climático, la soberanía no se ejerce reaccionando: se ejerce anticipando.