En los últimos días se ha repetido que la nueva Ley General de Aguas dejará sin agua a los pequeños productores. El argumento corre rápido, genera miedo y se usa para justificar bloqueos. Pero los datos muestran otra realidad: el sistema hídrico mexicano lleva décadas capturado por intereses privados, y la reforma toca justamente esos privilegios.
La Ley de Aguas Nacionales de 1992 permitió crear Distritos de Riego que operan como organismos privados con control sobre grandes volúmenes. Hoy, cerca del 76% del agua concesionada está en manos del sector agroindustrial, que incluso puede revender agua a municipios hasta seis veces por encima del costo de extracción. Esa misma estructura permitió prácticas ya conocidas como huachicol del agua: desvíos, tomas ilegales y usos distintos a los autorizados.
A esto se suma el llamado “cártel del agua”: exgobernadores, exdirigentes partidistas y un expresidente del PAN concentran millones de metros cúbicos en concesiones agrícolas, mientras comunidades enteras siguen sin acceso. La iniciativa será votada en estos días, en medio de presiones visibles de quienes se beneficiaron por décadas del desorden hídrico y hoy intentan frenarla. No sorprende que muchos de los que hoy bloquean carreteras sean los mismos que se beneficiaron del modelo anterior. Lo que defienden no es justicia hídrica: son sus privilegios.
En este contexto se entiende la iniciativa presentada por la presidenta Claudia Sheinbaum el 1 de octubre de 2025. Su eje es claro: recuperar la rectoría del Estado, ordenar concesiones y garantizar el derecho humano al agua. La reforma prohíbe la compraventa discrecional, frena transferencias entre particulares, elimina cambios de uso que convertían concesiones agrícolas en parques industriales, crea un Registro Nacional del Agua y establece un Fondo de Reserva para comunidades históricamente excluidas.
Conagua también aclaró un punto clave: el binomio tierra-agua se mantiene. La herencia y transmisión vinculada a la propiedad continúan; lo que se elimina es la especulación.
Este año se impulsó la regularización para pequeños productores, para que conservaran sus títulos y tuvieran certeza jurídica. La reforma no va contra ellos; va contra distorsiones que impiden que el agua llegue a quienes realmente la usan para producir.
Es normal que una transformación así genere inquietud. Lo que no es aceptable es usar el miedo de comunidades rurales para proteger un sistema que convirtió el agua en activo financiero, fomentó mercados negros y permitió acaparamientos absurdos. Mantener el modelo actual implica seguir avalando privilegios construidos a costa del interés público.
Desde el derecho, la reforma es indispensable. Alinea la legislación con principios de prevención, progresividad, no regresión, equidad intergeneracional y función social del agua. México no puede enfrentar la crisis climática con reglas de hace treinta años ni seguir tolerando prácticas que ya tienen nombre: huachicol del agua.
Y conviene decirlo con claridad: la oposición intenta convertir el agua en bandera electoral, manipulando y mintiendo para defender concesiones heredadas y negocios privados. La discusión real es simple:
¿El agua será privilegio de unos cuantos o derecho para todas y todos?
Las manifestaciones deben ser escuchadas; los privilegios y la desinformación, no.




