El debate presidencial del 7 de abril fue un desastre en materia de producción. No hablo de lo acartonado del formato o del desempeño de los participantes. Hablo del cambio de las reglas de último momento, como lo afirmaron Claudia Sheinbaum y Xóchitl Gálvez en sendas entrevistas posteriores; de las fallas en el reloj, las cuales fueron detectadas en el ensayo final el domingo por la mañana y no se corrigieron; de las tomas de cámara, que distraían al orador en turno.

Afortunadamente, las fallas técnicas no incidieron en el desarrollo general del debate. La empresa productora debe remplazarse. En México, hay historia, experiencia y calidad en la producción de programas en vivo. Merecemos una mejor calidad en este tipo de ejercicios. Ojalá que los formatos del segundo y tercer debate se modifiquen a favor de los ciudadanos y se apegue más a su naturaleza: un programa de televisión de debate en vivo. Estuvo mucho mejor, más claro y de calidad, la discusión que dieron Epigmenio Ibarra y Germán Martínez en el programa de Ciro Gómez Leyva. Se polemizó muy duro, pero con respeto.

Los debates son eventos de apreciación. ¡Obvio! Las candidatas, el candidato y sus respectivos equipos se declararon ganadores. Con excepción del sondeo de Massive Caller, el resto de las encuestas dieron el triunfo a Claudia Sheinbaum. En algunos de estos ejercicios, también preguntaron si el desempeño de los candidatos había modificado la intención del voto. Del 70 al 80% declaró que no.

Esta respuesta provoca varias preguntas: ¿Vale la pena seguir haciendo debates televisivos? ¿Cuál es su impacto en las tendencias electorales? ¿Fortalece la democracia o está en vías de convertirse en un simple requisito burocrático, como ocurre ahora con las plataformas electorales entregadas por partidos, candidatos y coaliciones?

La relevancia de los debates en la política paulatinamente ha disminuido y más con los formatos rígidos como aún se realizan en México.

Del siglo XV al siglo  XIX, los libros fueron los medios fundamentales de comunicación. La primera mitad del siglo XX fueron los diarios y la radio, los medios más influyentes. En la segunda mitad del siglo XX, la televisión fue la dueña y señora de la comunicación. La caja idiota que desplazó la palabra por la imagen.

El siglo XXI, particularmente después del 2010, es el tiempo de las redes sociales. ¿Qué significa esta revolución tecnológica para la democracia? Modifica los tiempos, el discurso. No son pocos los estudiosos que afirman, con razón, que las redes sociales van en contra de la democracia y el desarrollo social. Los estados de ánimo sustituyen a la razón. Dejamos la palabra para volver a los jeroglíficos, ahora en forma de emojis.

Aún nadie ha comprobado que un “me gusta” sea igual a un voto, pero sí está comprobado que contribuyen al ambiente político y a las percepciones. Nos acercamos peligrosamente a la consolidación del político youtuber. Es bueno tener un gobernante que al mismo tiempo sea una celebridad, hasta que tiene que afrontar la terca realidad. Eso pienso yo. ¿Usted qué opina? La política es de bronce.

Onel Ortíz Fragoso en X: @onelortiz