El general Francisco Franco Bahamonde es uno de los personajes más controvertidos del siglo XX. En tanto que militar de carrera, ascendió rápidamente en el escalafón castrense, participó en la guerra del Rif durante la dictadura de Miguel Primo de Rivera, hasta más tarde convertirse en líder de las fuerzas nacionalistas, y con el triunfo de su causa, en caudillo de España hasta su muerte el 20 de noviembre de 1975.

Su figura ha sido durante décadas motivo de estudio, análisis y encono entre españoles y extranjeros. En este tenor, recomiendo la lectura de la obra del historiador británico Paul Preston. El autor recoge espléndidamente eventos de la vida del caudillo, así como los sucesos más trascendentes de la historia de España y del mundo de la época.

El ascenso de Franco a la jefatura del Estado español en 1939, tras la conclusión de la cruenta Guerra Civil y el colapso de la Segunda República, representó la antesala del advenimiento de una España marcada por un conservadurismo a ultranza, la imposición de valores morales, la muerte de la democracia, la represión contra los disidentes, la presencia omnímoda de la Iglesia y de las fuerzas armadas, la supresión de las libertades autonómicas y la prohibición del uso de las lenguas regionales, entre otros rasgos propios del tiempo.

Sumado a ello, como consecuencia del apoyo bélico brindado a las fuerzas nacionalistas en la Guerra Civil por parte de las aviaciones alemana e italiana (evento inmortalizado por el gran Picasso en su Guernica), España fue condenada al ostracismo internacional. No participó inicialmente como miembro de las Naciones Unidas y fue echada a un lado del proyecto de integración europea. No sería sino hasta la muerte del caudillo y el inicio de la transición democrática cuando España regresaría al escenario internacional.

México, fiel a sus principios revolucionarios, recibió a miles de refugiados republicanos, entre los que figuraban combatientes, políticos e intelectuales; estos últimos llegarían a nutrir la vida académica y artística mexicana con la fundación de organizaciones como la Casa de España, hoy El Colegio de México.

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A pesar de los reveses internacionales y de la dictadura, una buena parte de la sociedad española abrazó el franquismo. Aquellos hombres y mujeres que añoraban la monarquía, que se identificaban con los valores de la España católica y que formaban parte del estamento militar aceptaron sin cortapisas las imposiciones legislativas y dictados morales llegados desde el Palacio del Pardo.

Tras la muerte de Franco en 1975, el príncipe Juan Carlos, nieto de Alfonso XIII, asumió, de acuerdo al testamento político plasmado en las leyes fundamentales del reino, la jefatura del Estado español. Sería el inicio de una transición democrática compleja y polarizadora. Por un lado, algunos políticos se decantaban por la continuidad del franquismo en la persona del nuevo monarca y, por el otro, hombres como Adolfo Suárez –y el propio Juan Carlos- optaron por ofrecer a los españoles una nueva Constitución que plasmase el carácter de la nueva monarquía democrática.

El nombre de Franco ha resurgido recientemente en el discurso político. Los personajes de las izquierdas españolas, tales como Pablo Iglesias y Pedro Sánchez, han buscado instalar una narrativa política dirigida a pintar al Partido Popular como “neofranquista”. Lo repiten incesantemente en el ánimo de restar legitimidad a voces políticas con el pleno derecho de existir.

Las derechas, por su parte, lejos de reivindicar el recuerdo del dictador, se han pronunciado por una vuelta a la normalidad democrática tras la captura política por parte de Pedro Sánchez del Congreso de los Diputados.

En suma, Francisco Franco, ese mismo que entraba bajo palio en las catedrales españolas, no ha muerto, sino que vive aún en el discurso político de algunos personajes sin escrúpulos que, a pesar de las circunstancias presentes, no están dispuestos a dejar el poder.