Es entendible la estridencia, pocas veces asistida con argumentos completos, incentivada en redes o medios y espacios de comunicación de todo tipo en torno a personas ministras, magistradas o juezas recién electas por voto popular.

El carácter inédito y radical del método de nombramiento, los aciertos y errores del procedimiento, lo masivo del relevo, los derechos e intereses afectados, los titubeos iniciales de algunas de aquellas, en breve: la magnitud del cambio resultan impactantes en cualquier escala, ya sea histórica o global.

Pero lo que se sabe menos es la biografía personal y la tremenda batalla que libran las nuevas personas juzgadoras, consigo mismas y con su entorno.

Consigo mismas porque se enfrentan a un cambio profundo en la comprensión y actuación de su propia vida, en la que se mezclan largas trayectorias profesionales como estudiantes, abogadas, profesoras; de servidoras públicas comprometidas o de trabajo imparable y hojas de vida puras y sin mancha.

A ello hay que agregar que en el caso de las mujeres han bregado en contra de entornos adversos en donde la mayoría se han multiplicado para atender a padres, hijos o esposos, administrar hogares, llevar una vida social y darse tiempo para participar en actos comunitarios o políticos, “grillar” o defenderse de las “grillas”, competir y luchar siempre.

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Más aún, poco o nada se sabe de las huellas íntimas que deja el pasado, ya en el cuerpo, la mente o la sensibilidad, y que se mezclan con los golpes bajos del intenso presente, la incertidumbre natural del futuro y el contexto de tremenda exigencia familiar, vecinal o profesional debido a la elevada expectativa formada sobre sus conductas.

Si la persona juzgadora es indígena o afrodescendiente, o bien, no binaria, las cosas se ponen peor, pues tiene que encarar los prejuicios, discriminaciones y ataques de la sociedad étnica o culturalmente mayoritaria y con frecuencia conservadora.

Una persona juzgadora mujer e indígena o afro y con o sin una estructura socioeconómica mínima de respaldo hace un esfuerzo mayúsculo y extenuante para servir a los demás, sentido muy humano y vital que forma parte de la propia dignidad que nos profesamos y debemos.

En un dia, que se repite todos los días, ella tiene que trabajar desde las 6 de la mañana hasta las 12 de la noche o más, arreglar su persona y hábitat, trasladarse hasta 1 hora al centro de trabajo, coordinar a sus escasos colaboradores embargados por sus propias vicisitudes, adaptarse y regular el recambio de condiciones organizacionales y laborales, enfrentar un pavoroso e irresponsable rezago de expedientes heredados, atender personas y peticiones, dialogar y acordar con sus pares, obedecer instrucciones superiores, capacitarse, darse tiempo para tomar un sándwich o torta sin dejar de trabajar, comer-cenar con prisa; al volver por la noche a su casa, ver que todo esté en orden y, en no pocos casos, verificar que sus cuentas y débitos no le ahoguen, ya que ha perdido parte de sus derechos o haberes al optar por su elección judicial.

Más todavía, y lo más importante en un día que es todos los días, la persona juzgadora de un país con notorio déficit de personal judicial tiene que concentrarse y leer, leer y leer, pero sobre todo comprender y juzgar sobre cientos y miles de páginas de expedientes y normatividad entre las cuales se asoman sus semejantes o empresas y el interés público y social que se juegan sus derechos e intereses contrapuestos y demandan justicia pronta, imparcial y eficaz.

Dormir y descansar no siempre es posible en tales condiciones. Más al despuntar el día hay que reactivar la agenda y seguir, seguir y seguir trabajando sin que la estridencia, las noticias del gran mundo en guerra o las microinjusticias del contexto inmediato y la falta de solidaridad les deba abatir.

Por supuesto, adiós al cine, un placentero café o más tiempo para la pareja o la mascota. Todos estos actores se tienen que adaptar a los breves espacios libres de un sábado por la noche o un medio domingo por la tarde, mientras la mente y hasta el corazón de la jueza se debaten entre “inocente o culpable”, “fundado o infundado”, “confirmar, revocar o modificar”, o sus conversaciones vagan por los terrenos de todo lo que está pendiente, en curso o lo que hay que mejorar.

Franz Kafka es famoso por haber escrito y denunciado, mediante sus obras clásicas “El proceso” o “El castillo”, la inhumanidad, oscuridad y arbitrariedad de la justicia en el contexto de la sociedad de su tiempo, y se hizo representar en “La metamorfosis” como un gusano que ante el poder gigantesco del estado policiaco no valía nada y era liquidado, sin juicio cierto, peor que un perro, a manos de un verdugo enmascarado y a la orden de un juez inaccesible, de hierro, ignoto, según recuerdo al vuelo.

Hoy, una persona juzgadora mexicana podría reescribir esas obras, desde la Suprema Corte, los tribunales colegiados o los juzgados de distrito, para dejar testimonio de que en 24 horas por 6 y hasta los 7 días de la semana, por 365 días al año, su respeto por la gente de a pie, su amor por su comunidad y su país y la propia vida no caben siquiera en una enciclopedia de megabytes o pueda ser acribillada por un ejército de trolls.

Además de toda la confianza que hemos depositado en ellas, a las personas juzgadoras hay que acompañarlas, apoyarlas, ciertamente, exigirles que cumplan y hagan cumplir los valores y las normas que aceptamos como comunidades dinámicas y perdurables, a la vez, recordarles que tengan presente que por cada descalificación, infundio o discriminación que reciben, miles y millones de seres racionales y sintientes somos conscientes o percibimos los formidables retos que encaran día con día y que les deseamos mucho éxito en tan noble y compleja labor.