No hay un momento fundacional de la democracia mexicana. Su arribo fue por aproximaciones sucesivas. Muchos remiten ese origen a la reforma durante la presidencia de José López Portillo, promovida por Jesús Reyes Heroles, secretario de Gobernación, el régimen abrió la puerta a la pluralidad partidista con la creación del sistema mixto en la integración de la Cámara de Diputados. Otros lo ubican en los resultados, en la derrota del PRI en la elección presidencial de 2000. Sin embargo, lo más relevante —si se trata de cambios institucionales de profundidad— fue la reforma de 1996 y la pérdida del régimen de la mayoría en la Cámara al año siguiente. Así debe entenderse, porque una presidencia acotada por la ley, por los poderes de la Unión y por la pluralidad política inaugura un nuevo régimen político y significa recuperar el sentido originario de la República.

De los cambios a la Constitución con el obradorismo en el poder, dos en el año que cierra cobran relieve: el nuevo Poder Judicial Federal y la degradación del juicio de amparo. Ambas decisiones son desastrosas para la República y para la certeza de derechos y la seguridad jurídica de los ciudadanos. Elegir por voto popular a los juzgadores es un absurdo que esconde la verdadera intención: anular a uno de los poderes fundamentales de la República en su responsabilidad de salvaguardar la Constitución frente a la arbitrariedad de las autoridades o del Poder Legislativo. Fue un acto venganza del presidente Andrés Manuel López Obrador, sí, pero fue mucho más allá, no solo acabó con los ministros incómodos, terminó con la independencia y profesionalismo del conjunto de la judicatura.

Un Poder Judicial autónomo fue proyecto originario de la República y ha resistido la prueba del tiempo, en todo el mundo. El ataque al Poder Judicial viene de los autócratas, de gobernantes decididos a actuar sin restricción alguna, sin límites. Es una falacia señalar que la constitucionalidad y su tutela por un Poder Judicial independiente sean un obstáculo o una afrenta al poder del gobernante o al de la mayoría legislativa.

La reforma judicial es inaceptable en su esencia, fundamentos y objetivos; peor aún, la manera en que se procesó el cambio. Se destruyó lo mejor que había: un espléndido capital humano y, a través de la farsa de una elección sin ciudadanos, sin deliberación, sin voto informado, con una ostensible y grosera manipulación, el régimen impuso jueces, magistrados y ministros afines, parciales o de notoria y ofensiva mediocridad. Se cumplió el objetivo: 95% lealtad, 5% capacidad.

El juzgador no debe representar a nadie ni otra causa que no sea la legalidad constitucional. Por eso es un absurdo elegirlo por voto. Las experiencias marginales en el mundo, incluso estados del país vecino, son evidencia de la disfuncionalidad del procedimiento para llevar a la judicatura, la imparcialidad, el profesionalismo y la probidad. Elegir jueces, en el mejor de los casos, promueve a empleados del régimen político; en el peor, a mercadres de la justicia subordinados a los factores que envilecen la justicia: los intereses económicos o quienes se imponen por la vía de la intimidación.

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Pareciera una broma de pésimo gusto que, desde el más elevado lugar de la República, se afirme que con la elección de juzgadores México es ahora el país más democrático del mundo. El dicho ofende a la verdad. No existe en el mundo métrica alguna, entre los muchos estudios comparativos sobre el estado de la democracia, que asocie como virtud la elección popular de jueces, porque eso no es lo que importa, además de los riesgos que conlleva la politización en la selección de funcionarios sujetos a un código de rigurosa imparcialidad y profesionalismo, libre de intereses políticos y económicos. Por cierto, en todos los estudios México figura en el segmento de las democracias muy deficientes y, con su actualización en 2025, seguramente estará en el de las autocracias o en el de las democracias fallidas.

No deja de ser sorprendente la facilidad con que se han destruido las instituciones de la República, reveladora de la debilidad de la oposición institucional, de la marginalidad de la opinión pública y del envilecimiento de las élites. Se destruye a la República no en el marco del consenso, sino en el de la indiferencia de muchos y el oportunismo de otros, sin conciencia de que el daño también les atañe, porque es lo que protege y da fundamento a una vida social civilizada. Vivir bajo la ley puede resultar incómodo, sobre todo para el poderoso, pero es lo mejor para todos.