Ocurre en un lugar común, donde atestiguamos la lucha por la conservación de un poder que quema, que no es cómodo, que ya no se sabe qué hacer con él, abonando a la comprensión del porqué la comunidad está inquieta, molesta, fría y distante ante el espectáculo de su gobierno, que tiene una baja e inusual popularidad.

Hacer campaña es más sencillo que gobernar. Un buen gobierno exige acciones constantes con un modelo de trabajo metódico, colaboradores de primer nivel comprometidos, sensibles socialmente, capaces en su desempeño, que comprendan que serán juzgados sobre la base de sus resultados y no bajo la óptica de la cercanía, la amistad o la relación.

La campaña es fiesta; el gobierno es angustia. Los problemas no están porque a nadie se le haya ocurrido resolverlos antes de ti. La complejidad de algunos es de tal magnitud que se requiere que transcurran varios gobiernos para lograr regresar a la normalidad y corregirlos. Por eso, se debe pensar en el deber ser por encima de la percepción, lo cual muchas veces representa baja rentabilidad electoral. Un buen gobierno es consciente de que hay hacer lo que hay que hacer.

El aplauso de campaña no garantiza niveles altos de aprobación al calificar los gobiernos. No hay político sin dosis alta de vanidad. Rodeados de afines, pierden el piso al interpretar la realidad. Los actos de campaña –y la mayoría de los actos de gobierno- son un montaje cómodo, donde aparece el político ante públicos cálidos, fáciles, a modo. Pensar que esas personas representan al grueso de la sociedad es una quimera.

La cobertura gratuita de los actos de campaña obedece a un interés social superior a quedar bien con los candidatos. La relación con la prensa y los medios de comunicación será –ya es- tortuosa si no puede entenderse que los medios de comunicación se deben a la gran audiencia, a la comunidad, de la cual los políticos solo son una parte. Los políticos no deberían nunca tener el privilegio de manipular a través de los medios, sino el de convencer mediante su trabajo, desempeño y acciones.

Pelearse con los medios de comunicación exigiendo complacencia, opacidad o silencio obra en contra de los medios de comunicación, que seguramente seguirán existiendo cuando los políticos enojados vayan extinguiendo su cargo, influencia y momento activo. Los políticos se van, los medios se quedan.

Un gobierno en crisis debe resolver problemas fuera del castillo y sanar su relación con la base de la sociedad. Procurar que sean los cortesanos, los nobles y los de adentro del castillo los que estén bien, no hará sino ensanchar las dificultades. Niveles bajos de popularidad no se corrigen ni con el amor de toda la clase política. Casos en México hay varios para reforzar esta aseveración.

Pensando que existan problemas de clima interior es razonable. Máxime cuando se mantiene un gobierno en crisis. Y eso ha sido constante. Quien dirige el timón apunta a escenas fuerza, mensajes oportunos, de ocasión, que brindan oxígeno por instantes. Negar el problema en nada absuelve, ni remedia, ni concede beneficio alguno.

Un gobierno en crisis consume el tiempo, quita a todos, requiere acciones malsanas para conservar con vida artificial el paso por el cargo público. En estos momentos, donde los problemas son más grandes que los gobiernos -pero siempre menores a la fuerza de la sociedad en su conjunto- , gobernar en redes sociales, engañar con declaraciones, montar escenas de fortaleza y falsa confianza intentando contagiar y emitir señales que se perciban como buen gobierno, son trucos que fallan, que terminan en profundizar la crisis, que tarde o temprano lograrán vencer a la esfera protectora de la corte del gobernante y harán que el contacto con la realidad sea como un baldazo de agua helada.