En resumidas cuentas: en un municipio de Jalisco, Ixtlahuacán de los Membrillos, la policía detuvo y mató al joven Giovanni López. Durante un mes no pasó nada con ese crimen, es decir, ni se investigó ni se castigo a nadie: falló la teóricamente autónoma dependencia encargada de la procuración de justicia, que políticamente depende del gobierno jalisciense encabezado por Enrique Alfaro.

El caso habría permanecido completamente perdido si no lo hubiera difundido el hombre más celebre de Jalisco en la actualidad, el cineasta Guillermo del Toro. Cuando la mayoría de la población jalisciense conoció los hechos, tomó la calle para protestar. Las fuerzas estatales jaliscienses subestimaron las manifestaciones de inconformidad y estas se salieron de control. Si el gobierno de Jalisco hubiera actuado con mayor eficacia el problema habría sido bastante menor.

Hubo provocadores en las protestas, pero nadie sabe de dónde llegaron o quién los envió, menos aún quién los pagó. Sin pruebas de ningún tipo, el gobernador Alfaro culpo a Morena y aun al presidente López Obrador de estar detrás de tales hechos violentos. Después, un tanto arrepentido, Alfaro se echó a medias para atrás: dijo que AMLO era inocente, pero siguió culpando a Morena, sobre todo a algunos de sus militantes de la Ciudad de México, lo que solo cabe interpretar como un señalamiento contra la jefa de gobierno capitalina, Claudia Sheinbaum.

¿Tenía sentido todo esto? Ninguno, pero los políticos usan cualquier cosa que se les ocurre para eludir su responsabilidad o inclusive para obtener rentabilidad electoral

¿A quién ha beneficiado el escándalo? Al gobernador Enrique Alfaro, que por tal motivo debería ser el principal sospechoso de haber provocado la violencia. No lo acusaré porque carezco de pruebas, pero con mala leche podría argumentar en ese sentido con más lógica que la usada por Alfaro para señalar a AMLO.

¿A quién perjudican los problemas en la segunda ciudad más grande de México —que ya llegaron a la más importante, la capital del país? Sin duda, al presidente López Obrador, quien lo menos que quiere es el vandalismo generalizado en las regiones más pobladas de la nación que gobierna. 

¿Por qué hay periodistas, como Pablo hiriart y Raymundo Riva Palacio hoy viernes en El Financiero, que culpan a AMLO de ser el promotor de la violencia? Porque les conviene, en primer lugar; en segundo, porque pueden hacerlo sin que nadie les moleste, ya que hay plena libertad de expresión en México. 

¿Son periodistas golpistas? No lo sé, supongo que no: simplemente les molesta haber perdido privilegios con el gobierno de Andrés Manuel y esa es su forma de desquitarse.

Lo que me consta es que no hay nadie más pacifista en México que López Obrador. Ayer se lo recordaba en una agradable charla telefónica a mi querido amigo Dante Delgado, otro de los que han acusado a Andrés de estar detrás de la violencia en Jalisco. Muchos años participó Dante en el movimiento de AMLO, sabe que el hoy presidente de México jamás ha recurrido a la violencia.

No tiene sentido, por razones políticas, negar la realidad: el gran pacifista de México es su gobernante, por eso es al que más se ataca. Si fuese autoritario, cesarían las calumnias en su contra. No lo es y aguanta; aguantará todavía mucho más porque sus rivales andan engallados y ya sacaron sus fierros para ponerse a pelear.