Cuando eres joven se te hace fácil la vida. A veces, por eso mismo, participas sin querer, en un delito colectivo. Por ejemplo, una tarde, conducía una camioneta vieja de McAllen Texas a Reynosa Tamaulipas, en compañía de dos amigos. Veníamos de una fiesta de pochos, en Harlingen. Poco antes de cruzar Hidalgo, vimos en la orilla de la carretera más de treinta vehículos estacionados, en un cultivo de sandías. Pensamos que había ocurrido un accidente. Pero no. Una multitud de gringos y mexicanos corrían por el campo, con sandias bajo el brazo. Parecía un hormiguero de gente ansiosa.

Mis dos amigos se bajaron corriendo de la camioneta para apropiarse de sus correspondientes sandías. Yo me quedé en la orilla de la carretera, alimentando sospechas. O quizá, fui apático en la cosecha intempestiva de las frutas, porque nunca me han gustado las sandías.

Así, fui el único que pude ver a un gringo viejo, red neck, bajándose de una Ford destartalada y encañonando a la gente con una carabina. Disparó varias veces al aire, mentando madres en inglés. La gente huyó despavorida. El viejo resultó ser el dueño del campo cultivado de sandías.

Después supe que una señora de Río Bravo, que venía de compras de McAllen, se le antojó una sandía mientras conducía por la carretera. Y como vio el campo repleto de frutas verdes y gordas se le hizo fácil echar a la cajuela dos o tres. Al cabo eran gratis.

La señora de Río Bravo provocó que otros conductores se bajaran al mismo campo cultivado a robarse más sandías. Y luego se estacionaron más vehículos. Y más. Y más. Se les hizo fácil. Al cabo de una hora, el saqueo de sandías se volvió un delito masivo, colectivo, digamos que comunitario.

¿La gente robaba sandías por hambre? No. ¿Por necesidad? Tampoco. ¿Porque era “pueblo bueno”? Menos. Lo hizo por una compulsión más simple, pero, al mismo tiempo, más misteriosa. Lo hacía por echar relajo. Por desmadrosa.

Ahora bien, la bola de ladrones ocasionales de las sandías, no eran solo mexicanos, como podría esperarse. Eran además gringos, texanos y pochos. Eran rateros de todas las edades. Chicos y grandes. Muchachos y viejos.

¿Las pobres víctimas que lamentablemente murieron en la explosión de gasolina en Tlahuelilpan, Hidalgo, eran gente con hambre? Quizá no todos. A lo mejor ninguno. Probablemente en buena parte eran trabajadores o familiares de trabajadores de la Refinería de Tula, Hidalgo, que está a pocos kilómetros de ahí, y es la principal fuente de empleo de los habitantes de Tlahuelilpan. No eran gente ignorante. Sabían tratar combustible. A eso se dedicaban o de eso vivían indirectamente.

¿Entonces por qué brincaban, reían e inhalaban felices la gasolina que chorreaba del ducto picado? Por la misma compulsión que la gente en McAllen Texas, robaba sandías: por puro relajo. El desmadre es canijo; cuando es masivo, no respeta leyes ni protecciones personales. Envuelve a la gente en un aura de impunidad y de seguridad sin límites. Ante tal estado anímico, lo mismo da si son sandías o gasolina. La precaución estalla por los aires.