"Qué injusta, qué maldita, qué cabrona la muerte que no

nos mata a nosotros sino a los que amamos".

Carlos Fuentes

Era yo casi una niña, me preparaba para ir a la escuela cuando mi madre gritó: ?Está temblando?.

Nunca había sentido un temblor. Tenía escasos dos meses de haberme mudado al Distrito Federal y en Veracruz, al menos en esa época, no eran muy comunes los movimientos telúricos.

Con el grito de mi mamá sólo atiné a voltear a todos lados. En un parpadeo vi cómo el refrigerador literalmente ?bailaba? y realmente me asusté.

Mi hermano se alistaba también para irse a la escuela y gritó: ?¿Qué está pasando??.

Mi abuela, en su recámara, comenzó a rezar.  El departamento no era muy grande pero me pareció inmenso. Mi mamá nos dijo que nos fuéramos hacia el pasillo que conectaba la sala con las recámaras. No se pudo. El movimiento cada vez era mayor y nos aventaba con fuerza.

Todas las personas del edificio gritaban, las paredes crujían.  Mi llanto seguro se escuchó muy lejos; a la fecha, no he sentido una desesperación igual.

Cuando el movimiento cesó corrí a la ventana para ver qué había pasado. Los edificios estaban desalojados, en el hospital de enfrente sacaban a las personas en camilla. Todo era un caos.

Sonó inexplicablemente el teléfono; mi padre, con desesperación, le dijo a mi mamá que nos sacara de ahí.

El, como médico, se encontraba en una clínica del IMSS en el área de urgencias y suponía lo que le esperaba.

Mi madre recogió su bolso, le pidió a mi abuela se pusiera algo encima y nos salimos de prisa.

Nos dirigimos a una tamalería que se encuentra aún en el edificio Presidente Juárez. Parecía que todos los vecinos nos dimos cita ahí. Sólo veíamos caras largas, ojos llorosos, un ambiente de profundo terror y tristeza.

No había luz, no había agua, tampoco había gas. El dueño del lugar nos dijo a todos que serviría los tamales que tenía hechos y que no podía hacer nada más.

Fueron pocos minutos los que estuvimos sentados cuando llegó una mujer gritando: ?Se cayó el Nuevo León. Necesitamos ayuda, vamos por favor?.

Recuerdo a mi madre llorando, a mi abuela desesperada. Por mis mejillas también corrían las lágrimas y sólo le preguntaba a mi mamá qué íbamos a hacer.

Fue un día largo, gris, lleno de terror. Todo el tiempo veíamos correr gente gritando, algunos iban heridos. Cuando pasamos frente al edificio Nuevo León creí que mi cordura se acababa. Yo, que nunca había visto un muerto ni un herido, los pude ver por cientos.

Vi también a personas que llegaban para ayudar a rescatar a las víctimas que estaban bajo los escombros.

En esos momentos, cuando sabes que de ti depende que alguien más viva, se te olvida todo, no sólo piensas en ti, quieres ayudar, arriesgarte. Eran momentos de angustia pero de mucha unión, de una solidaridad impresionante. Paseabas por los pasillos de Tlatelolco y no faltaba quién te preguntara si estabas bien, si algo necesitabas.

Sin comunicaciones ni la tecnología que ahora tenemos a mi madre solo se le ocurrió que regresáramos al departamento a esperar que en algún momento regresara mi padre del trabajo.

Fueron horas interminables. Cuando a momentos regresaba la luz podíamos ver la destrucción de la ciudad. Mi hermano le pedía a mi madre que nos fuéramos de ahí, que quizá nuestro edificio no resistiría y nos íbamos a morir.

Fue de madrugada cuando mi padre regresó agotado, tristísimo, abatido. Nos dijo que tendríamos que empacar por si volvía a temblar, que teníamos que pedir ayuda. Pero conocíamos a muy poca gente, la mayoría de la familia vive en provincia y no sabíamos a dónde ir. Sólo una prima de mi madre vivía cerca de la Villa, pero no teníamos forma de comunicarnos con ella.

Así transcurrió ese 19 de septiembre de 1985. Nos quedamos arropados, todos juntos, en la sala hasta ver el amanecer.

Pero llegó el día siguiente y por la noche otro sismo muy fuerte nos sorprendió. Al primer movimiento recuerdo que salí corriendo del departamento. Fui la primera de mi familia en dejar el edificio. Cuando me di cuenta que junto a mí no estaba ninguno de mis seres queridos quise volver a entrar y un policía me cargó, impidiéndome el paso. ?Se está cayendo el edificio niña, ven acá?. Esas palabras hoy, a 29 años de distancia, me siguen retumbando en la cabeza. Vi bajar a mi padre corriendo y a mi hermano desde la ventana aventando una cobija que envolvía un poco de ropa.

Es lo último que recuerdo. No supe cuándo perdí el conocimiento ni qué pasó después.

Cuando desperté estaba en el suelo y un hombre, junto a mi papá, me decía cosas que nunca recordé.

Nos fuimos de ahí, alguien que no conocíamos se nos acercó y nos ofreció llevarnos a un sitio más seguro para pasar la noche. Este señor, de quien no supe ni siquiera su nombre, es uno de esos héroes anónimos que llegó a ese lugar solo para ayudar y a quien le debemos no haber pasado la noche en la calle.

Durante el trayecto mi madre sólo decía que me atendieran, que yo estaba mal, pero mi papá la tranquilizaba diciendo que sólo había sido la impresión y que, dada la emergencia, no me iban a revisar en ningún lado.

De lo que pasó en días posteriores tengo vagos recuerdos, todos muy tristes, impregnados de ese terrible olor a muerte.

Sí, yo sé cómo huele la muerte. Sé lo que duele la tristeza y el dolor ajeno que se hace propio ante la magnitud de una tragedia.

Los días transcurrieron y supimos que murieron conocidos, vecinos, familiares de conocidos.

La ciudad no se recuperó pronto, aún estoy segura que muchos llevan en su pecho el dolor de esos días.

¿Cuántos muertos fueron? Muchos, muchos más de lo que nos dijeron.

Pese a que nadie de mi familia falleció sentí durante años un inexplicable sentimiento de orfandad. Sé lo que es quedarte no sólo sin nada, sino con un profundo vacío que nunca se podrá llenar.

Hoy recordamos a esos muertos, a esos heridos, que se quedaron en la calle, que perdieron a su familia, que viven sólo porque en esta vida ?hay que vivir?.

Recordamos a una ciudad en ruinas y esperamos, siempre esperamos, que nunca se repita una tragedia igual.

 

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