Este texto no pretende dar datos novedosos acerca de la importancia económica y política de las mujeres en la vida social; casi todas las cifras representativas han sido difundidas durante las pasadas semanas: la pérdida de 25,744 millones de pesos y el 40% de la fuerza laboral es lo que representa un día sin mujeres. Eso sin contar el trabajo no remunerado, que no por ello es menos trabajo y puede cuantificarse claramente. Según el INEGI, las mujeres en México realizan el 75.1% del trabajo no remunerado, que equivale al 17.7% del Producto Interno Bruto. Proporcionalmente, es semejante al que representa el comercio (18.8%) y superior al que representa la industria de manufacturas (17.3%).

No quiero que este texto se convierta en una compilación de datos. Baste complementar la idea recordando que las mujeres también constituyen la mayoría del electorado, y de la participación efectiva en los comicios electorales. Así, no solo constituimos, como mujeres, una parte esencial de la vida económica del país, sino también de la política. Eso explica, al menos en parte, que las plataformas ideológicas y partidistas traigan ya un componente de propuestas legislativas y de política pública dirigidas, expresamente, al género femenino. Y no está mal. Es razonable y hasta obvio que se reconozca el público objetivo cuyo voto se quiere conseguir, y se actúe en consecuencia.

El reverso de la moneda, empero, es el panorama que, a nivel global, sigue mostrándose en el porcentaje de mujeres que ostentan la titularidad de los puestos de mando y decisión, que sigue siendo bajísimo. A esto se suma la brecha salarial significativa que existe entre las remuneraciones a hombres y mujeres, en prejuicio de estás últimas, que a trabajo igual reciben menos paga. Esto ha sido reconocido por la Organización Internacional de Trabajo en diversos informes y documentos de trabajo, accesibles de manera gratuita en su página de internet.

En ese sentido, los gobiernos han dado pasos más veloces hacia la equidad a través de la paridad establecida en las constituciones para los órganos legislativos. Se asume que, garantizando la paridad de género en el cuerpo de creación de leyes, se garantiza la perspectiva de género en todas las iniciativas y por ende en toda la vida social, regida por estas. Por supuesto que eso es pecar de optimistas. Ni todas las legisladoras son feministas ni todas las políticas públicas ni acciones privadas son el reflejo de leyes, sean éstas feministas o no. En una frase, porque la composición de un cuerpo gubernamental no cambia la cultura. Pero por algún lado hay que empezar.

Estoy convencida de que los cambios trascendentales y duraderos toman tiempo, consistencia y mucha planeación. También creo que ninguna mujer puede imponer a otra cómo apoyar una causa, y menos cuando es la misma causa. Desde mi trinchera, creo que la visibilización de los problemas específicos que enfrentamos las mujeres en razón de nuestro género, son innegables, y tratar de encuadrar esa visibilización en un ataque político a quien sea, es inadmisible. Este problema es uno de los más arraigados de la historia humana. Es, por ende, más grande que cualquiera de nosotras. Sumemos como cada quien pueda y decida, reconociendo el esfuerzo de todas y sin juzgar su circunstancia. Hacen falta todas las manos y todas las voluntades.