Hace unos días se difundió un debate parlamentario que está teniendo lugar en Países Bajos. Se trata, para decirlo en pocas palabras, de una ampliación sobre la legislación en materia de eutanasia. En ese país ya se permite la asistencia a personas cuya enfermedad o condición de sufrimiento permite a terceros, bajo ciertas condiciones, para quitarse la vida. Naturalmente, las hipótesis de la declaración de voluntad anticipada también están reguladas. En México se han dado algunos pasos en ese sentido y todo indica que, tarde y de forma desaseada, nuestro país irá moviéndose hacia ese marco regulatorio donde se permite a las personas y, a veces, a sus apoderados, disponer de la vida de una persona sin consecuencias jurídicas sancionatorias. En Países Bajos, el caso específico es la posibilidad de que las farmacias vendan pastillas letales a las personas mayores de 70 años que, sin estar enfermas, quieren morirse. Así. No hay letra chiquita.

No es la eutanasia, como se entiende aquí, lo que está en debate, sino la venta de una pastilla mortal para que se las tome una persona que, sin estar enferma ni sufriendo físicamente, pueda terminar con su propia vida cuando así lo considere conveniente. La primera reacción que tuve cuando leí la nota fue de desolación. Con afición de lego por la biología y las ciencias naturales me pregunté si alguna otra especie sería capaz de utilizar la capacidad de transformar su entorno para inventar sofisticados mecanismos de autodestrucción. No encontré ninguna. Es como si el círculo histórico que describe Harari en Homo Deus se cerrara, precisamente, con la posibilidad del ser humano de afirmar su propia insignificancia y fugacidad a través de la química. No es halagador. Luego recordé un cuento de Jorge Luis Borges que, como siempre sucede con el autor, tiene poco de ficción y mucho de prospectiva antropológica conforme pasan los años. Borges nos conocía bien, aunque no habíamos nacido. Se llama Utopía de un Hombre que Está Cansado y no es de los más conocidos, porque su tono sombrío lo ha sacado, quizás, de las antologías juveniles y frases de ocasión de las redes sociales. El argumento es muy sencillo y es como sigue: el protagonista se encuentra, de repente, en una dimensión futura de su propio mundo y, aunque es sorpresivo para él, es recibido por un parco anfitrión que ha recibido a otros confundidos visitantes antes y a todos atiende con hospitalidad despreocupada. Le explica al viajero de otro tiempo que la humanidad, en el futuro, ha encontrado formas de contener todos los conflictos y dilemas filosóficos y políticos de antaño. No hay gobiernos, porque han caído en desuso, las personas tienen un solo hijo para evitar la sobrepoblación y ni siquiera tienen con ellos más trato que el indispensable. Han desaparecido la riqueza y la pobreza. Viven 400 años pero, a partir de los 100, prescinden de todo contacto humano que no sea estrictamente indispensable. Leen pocos libros (cinco o seis en toda su vida), construyen sus propias casas, idénticas todas a las de sus vecinos y producen sus propias artes. La evolución les ha permitido tener sensibilidad a más colores pero no importa demasiado. Nada importa demasiado. Un buen día, como cualquier otro, las personas acuden a las instalaciones de la cámara letal para quitarse la vida. Se despiden con un ademán distraído.

Creo que el problema de fondo con esto radica en la diferencia enorme que tienen entre sí los conceptos de vida y supervivencia. El primero tiene implicaciones filosóficas y hasta estéticas. El segundo es biológico. Confundir uno y otro es lo que genera tantos malentendidos en la discusión y reflexión: vivir no es nada más seguir respirando. Cuando el individualismo radical socavó la autoridad de cualquier fin colectivo como meta trascendental (como es la Iglesia para salvar el alma o el Estado para salvar la nación) dignificó a la persona sobre la colectividad y sobre las abstracciones. Hizo posibles los derechos humanos, reivindicó la vida ordinaria sobre el heroísmo impuesto por la propaganda política. Pero, al final, cuando las necesidades básicas y las sociales están satisfechas, el precio a pagar es la falta de sentido. Y lo que procede son las pastillas para matarse. Ojalá se encuentre algún otro equilibrio, el que sea.