Me llama la atención que en años recientes, los autos y sentencias interlocutorias de un incidente de suspensión de Amparo ocupen primeras planas, columnas y pláticas de sobremesa.

Antes, simplemente decían “le dieron el Amparo a tal” y ni la prensa ni el ciudadano distinguían ni les importaba saber la diferencia entre la medida cautelar y la sentencia del juicio propiamente dicho. Sin embargo, los problemas se fueron haciendo más complejos y a fuerza de dar notas que a la larga acababan confundiendo porque parecía que “le daban el Amparo a alguien” y luego que siempre no, la prensa empezó a hacer la distinción y la sociedad a comprenderla en términos generales.

La última que ha causado polémica, ha sido la suspensión definitiva en el juicio de Amparo relacionado con la construcción del Metrobus en Reforma. Y a diferencia de otras veces en que la opinión es unánime, esta vez he escuchado opiniones bien argumentadas en los dos sentidos. Y no me refiero a técnica de amparo, sino a los argumentos de fondo, jurídicos o fácticos, como temas ambientales, de movilidad o estética urbana. Esto no era común. La discusión pública sobre las suspensiones se daba generalmente en asuntos penales en los que si el juez federal otorgaba la suspensión y se evitaba la prisión preventiva a alguien considerado por la opinión pública una rata, generaba enojo. Al contrario, si alguien que se consideraba apresado injustamente la obtenía, había vítores para la justicia, y si se la negaban, se confirmaba la idea de un Estado opresor, corrupto o ambos.

Ahora la sociedad está viviendo lo que a los abogados litigantes nos ha pasado siempre con estos temas, en los que la suspensión o su negativa puede resultar bendita, maldita o ambas, dependiendo de dónde se le vea. Voy a tratar de ilustrarlo.

Recuerdo un caso de una obra pública de miles de millones de pesos para rehabilitar un puerto, el cual “se fue a pleito” y se otorgó una suspensión a favor de unos inconformes con el fallo que declaró ganador al concursante en la licitación, es decir, el que no ganó el proyecto, se ardió y peleó. La obra consistía en dragar el inútil puerto para pangas y construir unas escolleras, lo que lo volvería un puerto de gran calado a la altura de Manzanillo o Lázaro Cárdenas, esplendor que le había augurado un revolucionario presidente cuando lo construyó, pero que nunca llegó. Como  beneficio adicional, eso iba a impedir de una vez por todas que un río famoso inundara a una ciudad famosa, lo cual sucede un año sí y el otro también. Todos ganaban. Salvo el que concursó, perdió y se ardió.

La suspensión se otorgó, se extendió por pocos meses y al final se revocó y el perdedor dejó el asunto por la paz, aunque técnicamente parecía de inicio que podría tener razón, como lo estimó el juez federal. Pero, cuando revocó la suspensión el Tribunal Colegiado, ya habían sucedido algunas situaciones adversas con el paso del tiempo y un poco de mala suerte. El dragado se desperdició porque, al no hacerse la obra para la cual se dragó, o sea, se removió tierra del suelo marino y se hicieron hoyos, el puerto se volvió a asolvar. Pero además, la suspensión retardó la expedición de un permiso para obtener roca para las escolleras, que se tenía que transportar vía fluvial –por el río famoso de hecho- desde un punto lejano del estado porque en ese puerto no hay roca. Ese retardo implicó que empezara la temporada de lluvias, lo que hizo que las embarcaciones ya no libraran la altura de ciertos puentes y así, toda una cadena de eventos desafortunados.

Un buen día, uno de los barquitos se atoró. Se destruyó el barquito, se destruyó el puente, y luego los pescadores de la zona “arrestaron” –entiéndase, secuestraron- a la tripulación, argumentando que la caída de rocas había espantado a los peces y querían una indemnización por el resto del año –supongo que porque en esa zona los peces son muy miedosos-. Así que ni puerto, ni escolleras, ni progreso en la región y claro, ese año la ciudad famosa se volvió a inundar. Maldita suspensión.

En otra ocasión, se iba a construir una carretera federal encima de una tubería de gas natural. Había dictámenes que indicaban que eso podía estallar fácilmente. La propia autoridad que construye carreteras lo entendía. Cuando hizo su proyecto no sabía que esos tubos estaban ahí, porque cuando le preguntó a la autoridad que sabe dónde hay tubos, ésta consultó un plano que no estaba actualizado, porque la autoridad encargada de hacer planos no había mandado el vigente porque nadie se lo había pedido. Y nadie se lo había pedido ni ella lo había mandado de oficio porque no se habían cumplido los ciclos en que por normatividad, esas actualizaciones se mandan.

El caso es que los trabajos no podían pararse así como así, porque implicaba responsabilidad administrativa de millones de pesos para muchos servidores públicos que además ni culpa tenían por lo que les digo, y porque todos eran nuevos y ese embrollo administrativo ni les tocó. Pero también sabían que si estallaba eso, les tocaba una responsabilidad administrativa de otros millones de pesos y posiblemente cárcel. La única esperanza de todos era el juez federal.

Y el juez federal lo entendió y concedió la suspensión. Bendita suspensión.

Pero como la autoridad está obligada por normatividad a impugnar las sentencias en las que pierda, porque si no también le imputan responsabilidad administrativa, tuvo que interponer revisión. Y para eso argumentó en un párrafo mal redactado a propósito y en un escrito de una hoja, una cuestión muy válida para 1934, pero no para el siglo XXI, así que jamás ganaría el recurso y todos, servidores públicos, gasera y transeúntes salvaban la vida y el patrimonio.

Pero el Magistrado ponente del Tribunal Colegiado era de la vieja escuela. Y para él, el argumento válido para 1934 seguía siendo la Biblia. Fuimos los abogados a hablar con él. Fue la gasera a hablar con él. Fue la autoridad que construye carreteras a hablar con él. Todos en el mismo sentido, tantos en argumentos jurídicos, como en el peligro de una explosión. Pero el Magistrado, muy convencido de las teorías arcaicas, revocó la suspensión. Todos perdimos. La obra tuvo que continuar, el juicio de Amparo quedó sin materia, y ahora hay una carretera encima de unos tubos de gas, construida confiando en la buena suerte que acompaña a este país –a pesar de que muchos opinen lo contrario- y en la imaginación y cálculos apresurados de los ingenieros de la autoridad que construye carreteras, que le pusieron una especie de “colchoncito” a los tubos.  Maldita revocación de suspensión.

En otra ocasión, un dueño de un aserradero vio que ya no era negocio, que estaba en un lugar muy riesgoso para generar chispas y otras razones de peso, y rentó el predio. Arrumbaron las herramientas y máquinas y se empezó a usar el terreno como estacionamiento de tráileres. Los traileros no pagaron la renta por años. Se llevó un juicio larguísimo hasta que se ordenó el lanzamiento. La planeación duró meses, porque para desalojar un predio de ese tamaño y con tráileres, se necesitaban grúas especiales que solo tenía Seguridad Pública. Además, se necesitaba mucho más que una patrulla con dos policías, y muchos, muchos cargadores y seguridad privada personal. Se hizo lo que se pudo y llegó el día.

Así llegamos a un conocido lugar del norte de la zona metropolitana, tristemente famoso porque ahí explotaron, precisamente, instalaciones de gas.  El estado de fuerza no era el mejor. Y me refiero al nuestro, porque traileros combativos había de sobra, y con acceso a herramientas filosas en abundancia.

Pero eso yo no lo sabía todavía. Pero intuí que algo no andaba bien cuando dimos la vuelta en la última esquina antes de llegar y vi un taller automotriz de hojalatería y pintura sacando chispas a diestra y siniestra, lo cual no sería raro, si no estuviera en una zona donde hay gaseras privadas y públicas en cada esquina y que ya había estallado espantosamente en 1984. Sí, el cliché “I have a bad feeling about this” sí se da en la vida real. Y sí, como ven en este país tenemos mucha, mucha suerte.

Cuando llegamos, ya estaban ahí los policías y los cargadores, pocos pero muy bragados. Ahí estaba también el actuario del juzgado civil con cara de circunstancia –lo cual es difícil, porque si alguien suele estar en peligro varias veces al día son ellos- y el notario, de plano muerto de miedo. Ellos siempre están muertos de miedo, pero esta vez era justificado. Y más porque ya había empezado el zafarrancho y ya había traileros envalentonados zangoloteando la malla ciclónica y gritando: ¡déjense venir, culeros!

Exactamente enfrente había instalaciones federales de la más famosa empresa energética del país, cuidada por el ejército, y cuyos elementos ya se habían desplegado en esa parte del perímetro de la gasera, obviamente armados, esperando que si iba a haber sangre que la hubiera, pero que el patrimonio nacional por el que tanto se había peleado contra las potencias extranjeras no sufriera merma alguna. Cuando vi eso, reiteré que esto iba a salir muy mal. Y cuando vi a los traileros, yo, como el señor notario, me morí de miedo, en especial cuando uno se empezó a pasear con un serrucho.

Y pues ya, ahí estábamos todos listos para no sé exactamente qué, y se iniciaron las acciones, con el actuario por delante. Y cuando empezábamos a cerrar los ojos esperando un embate con objetos punzocortantes, llegó, cual enviado celestial, otro actuario, uno federal.

Existe una chicana muy famosa en la que cuando en un juicio de arrendamiento el desalojo es inminente, un tercero se aparece de la nada -generalmente un sujeto que no existe y suele llamarse Juan Pérez López- y se ostenta como subarrendatario. Este promueve un juicio de amparo y generalmente obtiene una suspensión. No hay nada más frustrante para un abogado y para un propietario que lleva años sin la posesión de su predio, que esto. El juicio se atora, el abogado no cobra y el dueño se queda otra vez chiflando en la loma. Pero esta vez, las siguientes palabras me sonaron al Evangelio:

-Caballeros, soy un Actuario Federal de un Juzgado de Distrito. Esta diligencia no puede llevarse a cabo porque existe una suspensión otorgada al señor Juan Pérez López, quejoso en un juicio de Amparo y que dice ser subarrendatario de este predio. Todos deténganse y de ser el caso, sírvanse apersonarse a juicio en la calidad que en derecho corresponda. Buenas tardes.

El dueño del predio enardeció cuando le rendimos cuentas, porque no estaba ahí. Y claro, no nos pagó. Pero todos los presentes, que íbamos a materializar la justicia del Estado , restituyendo al propietario en el derecho más sagrado de la sociedad moderna -que no, no es el derecho a la vida, es la propiedad privada- no lo dijimos, pero pensamos para nuestros adentros: bendita suspensión; maldita suspensión.