Definitivamente la forma de ver a los recursos públicos ha cambiado. En especial los recursos materiales consumibles.

 No se si allá por los años ochenta del siglo pasado los artículos de oficina realmente sobraban o se usaban mejor. Que sobraran no tienen mucho sentido, dadas las crisis galopantes con las que crecimos. Por eso me atrevo a decir que algo cambió en la forma de ver a esos recursos, pero no se si en la cantidad de ellos y menos si sucedió en cuestiones de presupuesto de las oficialías mayores. Pero ese estudio se lo dejaré a alguien más.  Yo solo me enfocaré a relatar dos sucesos que dan cuenta de cómo la perspectiva del servidor público de todo nivel ha cambiado en relación con esa clase de bienes.

Un día me tocó quedarme a cargo de la Unidad a la que estaba adscrito porque mi jefa andaba de comisión, y ese día “llegó la papelería”. Entrecomillo, porque ese día no es como cualquier otro día. Es el día que uno espera ansioso durante un bimestre o más, porque por fin va a volver a escribir con bolígrafos que no sean rojos –si es que usted fue suertudo y logró apañar uno en el bimestre anterior-. Es como esperar a que lleguen los Reyes Magos, pero en una fecha incierta.

Bueno, pues la Unidad estaba distribuida en varios pisos, y los que teníamos la mala suerte de estar en el de arriba, ya solo nos llegó lo que el resto no necesitaba. Ni lápices ni bolígrafos del color que sea. Solo nos llegaron clips mariposa y cinta adhesiva, que no se por qué, pero esa siempre sobra.

Como mi encargo se extendería unos días más y el chat de la Unidad enardeció dada la iniquidad en el reparto de los recursos materiales –que nadie supervisó porque por aquellos días la Coordinación Administrativa agotaba su trabajo en dejar los bienes en un rincón de la planta baja y tácitamente declarar un generalizado “atásquense que hay lodo”- tuve que pedirles encarecidamente a los compañeros del segundo piso –aquí no era una cuestión  jerárquica sino fáctica- que fueran tan amables de dejar de lado la rapiña y que regresaran todo para poder repartirlo equitativamente. Obviamente eso no sucedió, porque como alguien dijo en el chat “lo caído, caído”(sic).

Pero, déjenme aclarar lo de la rapiña.

Por rapiña me refiero, sí, al apañe de los bienes, pero no para usos extra oficiales, sino simplemente para poder trabajar. En forma alguna quiero dejarles en la cabeza la idea de un saqueo generalizado de perforadoras para irlas a revender en el tianguis más cercano. Era simplemente una cuestión de supervivencia laboral gorgiana, en nada relacionada con el uso indebido de recursos públicos. Al contrario.

Sin embargo, treinta años antes, en 1987 más o menos, todo funcionaba en forma distinta.

Toda mi familia trabajó en el sector público, salvo mi padre. Y como buen hijo de servidora pública, muchas veces acompañé a mi madre y a mi tía a sus trabajos en la Administración Pública Federal y mi tarea era tratar de divertirme con lo que había en las oficinas. Bueno, también con lo que veía, como el famoso astronauta, antecedente remoto de la Agencia Espacial Mexicana, pero esa historia me la reservo para otra ocasión.

El punto es que estando horas en una dependencia de gobierno, a un niño hay que entretenerlo con algo. Y contrario a lo que pudiera parecer, por lo menos en esa época, los artículos de oficina entretenidos, sobraban.

Y no era una cuestión como he visto ahora en que las madres andan por la vida con unos crayones y se los dan a sus hijos, asignándoles una silla y una mesa y dejándolos ahí. No, en este caso era: “Niño, voy a trabajar. Entretente como puedas” y uno se las arreglaba.

Por ejemplo, ese acto de dibujo empezaba con la aventura de ir por los escritorios haciéndole ojitos a las “compañeras” para que prestaran algo –y de paso me regalaran un dulce- . Y sí, lograba uno hacerse de un kit de dibujo medianamente decente. Por lo menos si uno sabía que su paleta solo incluiría muchos tipos de rojos y un azul. Así, el bicolor era el instrumento fundamental y que creí en desuso hasta que alguien lo trajo de vuelta en el S. XXI también como el artículo de oficina más importante, pero esa fue cuestión de estilos.

El caso es que los dibujos en rojo incluían diferentes tonos y texturas: el rojo del bicolor, que era parecido pero no igual al del lápiz rojo con punta superior dorada, y que definitivamente era totalmente distinto al lápiz rojo de cera, que a su vez era distinto a las codiciadas plumas rojas.

Pero el acto de entretenimiento no paraba ahí. Cuando uno se hartaba de calcar y reproducir el logo de la Secretaria en azul y rojo cual logo de agencia gringa, pasaba a labores manuales en tres dimensiones. Para ello, contaba uno con los legos de la administración pública: ligas, clips –normales o mariposa-, broches “Baco” –que era para el modelismo de oficina lo que a los procedimientos constructivos son las varillas-, gomas también bicolor –sí, esas que siempre engañaron con que la parte azul borraba la tinta del bolígrafo y que en el mejor de los casos la embarraba y en el peor agujeraba la hoja-, que junto a los broches servían como base  para armar porterías ideales o cimientos de torres.  Y claro, la argamasa que todo lo pegaba: los limpia-tipos. Esa especie de mezcla de plastilina con goma de lápiz derretida que servía para corregir errores tipográficos o “dedazos” de los documentos escritos a máquina y que realmente abundaba. Y abundaba porque las secretarias de aquella época, las buenas por lo menos, se equivocaban poco. Esa masilla permitía hacer verdaderas estructuras con clips y desarrollar, para quien tuviera vocación, el gusto por la arquitectura o la ingeniería. Yo no la tuve, pero me remonto a esos días cuando escucho el “Less is More” de Ludwig Mies Van Der Rohe.

Bueno, pues ya a medio día se asomaba el jefe, preguntaba de quién era el chamaco y las madres o las tías se identificaban. El jefe contribuía a la causa con un recurso escaso: los conitos para tomar agua. Además era quien daba el visto bueno para que uno se llevara sus obras y sus enseres creativos a su casa.

Pero más allá, y es a lo que quería llegar, era el propio jefe quien exhortaba a hacer pleno uso de los artículos fuera de la oficina. ¿Por qué? Pues porque supongo que era sensible ante las crisis económicas:

-Oiga, Guadalupe. Pero no solo se lleven esa escultura de grapas y limpia-tipos. ¿Su hija y su sobrino tienen todo lo que necesitan para el colegio? Acuérdese que nos llegaron cuadernos de más, aunque no sé si son los que piden en la escuela, pero ya sabe que tenemos de sobra lápices, plumas, gomas…salvo las de migajón. Lo que necesite –y esto lo generalizaba no solo a mi tía sino todo el personal, elevando el volumen de la voz- por favor tómenlo, que si no, luego nos lo van a quitar y más vale que si hay sobrantes, se aprovechen; que son de todos.   

Claramente los tiempos cambian. Los consumibles de la oficina son de tan mala calidad que no sirven ni para lo que se fabrican. Menos aun para usos alternativos. Y aunque sirvieran, ya muchos de ellos no existen más o pasaron de ser abundantes a escasos.

Un ejemplo de ello es que a falta de engrapadoras.  Cuando me harte de usar los pocos clips que tenía en papeles que requerían estar bien unidos, tuve que llevar a la Unidad donde trabajaba,  la mía, la “personal”, la de metal –ya todas son de plástico-, la que en treinta años no ha fallado ni una sola vez,  y que tiene un número de artículo para inventario y la leyenda “Secretaría de Educación Pública”. 

¿Quién iba a decirlo? El Estado del pasado tirándole paro al Estado del presente y del futuro.