A pesar de que mi vida ha sido marcada por él -en especial mi infancia-, yo soy un neófito en el sector público. Como he escrito por aquí, casi toda mi familia ha estado en sus filas hasta jubilarse. Mi madre, mi tía, su hija, -ahora  jubilada de un descentralizado a sus 46 años…de edad (tengo pendiente que me explique cómo logró eso)- y otros familiares menos próximos. Yo, por el contrario, me dediqué a la práctica privada litigiosa durante 14 años, hasta que un día fui invitado a este lado de la mesa.

El servicio público se explica muy bien como una montaña rusa, y a todos nos parece muy obvio, pero en el sector privado no les suena demasiado lógico que un día uno sea director general aquí, mañana sea subdirector allá, y después acabe de subsecretario acullá -incluso dentro de la misma dependencia o entidad, y en la misma administración-, con los correspondientes incrementos y decrementos salariales, a veces abismales. Pero así es esto.

Pero para algunos, como fue mi caso, fue un verdadero salto sin red, más que una montaña rusa.  Yo llegué de una actividad completamente distinta, aunque cumpliendo con los perfiles exigidos para el puesto, sin saber qué esperar. Esa sensación de expectación, me daría cuenta después, se vuelve el día a día para los mandos medios y superiores, y dependiendo de las facultades con las que uno cuente de iure y funciones administrativas de facto, uno puede tener muy claro qué va a tener que hacer mañana, o simplemente levantarse y esperar a que el devenir del país le dicte su agenda del día.

Pero yo no sabía eso. En ese momento llevaba poco de haberme divorciado, tenía una mezcla de síndrome de “burnout” con aburrimiento -no obstante toda esa etapa me tocó llevar juicios muy interesantes y diferentes entre sí-, estaba saliendo de un proceso amoroso y tenía cierta necesidad de aventura. Obviamente la razón formal que di para ello, además de la invitación que me hizo el equipo de trabajo con el que ya había llevado otros proyectos, fue que al haber estudiado un maestría en derecho administrativo, para mí era esencial conocer la administración pública desde dentro. Como dije, esta fue una razón formal, no un pretexto, porque sí era lo que sustentaba ese viraje profesional. Pero las sensaciones que le describí anteriormente fueron las que me impulsaron a hacer ese salto, porque ¿qué podía pasar?

Pues pasaron muchas cosas. Muchas muy buenas, y las malas, nada relevantes como para siquiera relatarlas y que pudieron resolverse satisfactoriamente. Por eso sigo aquí y no salí huyendo, no estoy inhabilitado ni en la cárcel. Pero nada como ese primer día al que me recordó mucho el día de hoy -ayer, para efectos de publicación-, que ingresé a un descentralizado federal en funciones muy similares a aquellas de mi primer trabajo público.

Y aquel día lo recordé por aquello de las funciones, no por parecerse al de hoy. Hoy ha sido un día de campo después de estar en una posición en donde un asunto que para ser grave, por lo menos implicaba muertos. Pero también ha sido un día de campo porque ese primer día en el servicio público fue un verdadero infierno.

Para empezar, yo sucedía en su puesto a un amigo y compañero de escuela que había dejado vacante el puesto por otra asignación durante meses, quien meses antes había sucedido a otro insigne personaje que he mencionado aquí expresamente y que seguramente ustedes sabrán quién es al decirles que es una extraordinaria pluma aquí en SDP. Y es también un buen amigo. Pero calma, que no fueron ninguno de los dos quienes me evaluaron, ni me entrevistaron ni mucho menos me contrataron. No quiero dar una falsa idea de amiguismo, porque si así funcionara esto, todos estaríamos en otros tramos de la montaña rusa, sentados hasta adelante y gritando de emoción. Y no, no lo estamos.

Y bueno, empezaba hablando de estos dos servidores públicos, porque uno de ellos me dejó una herencia maldita en muchos aspectos, la cual minimizó a grados que hasta el otro, el insigne, consideraría groseros, aunque su lema sea “el de atrás paga”. Y éste, el insgine, pues, digamos que “me cubaneó”, ni más ni menos.

Este engaño consistió en que la invitación fue acompañada de una oferta de “coaching” en el puesto, que como dije, había ocupado anteriormente durante años, aunque ahora tenía otro ahí mismo. Me tomé un café con él el viernes previo al lunes del primer día, en que me presumió al gran equipo de trabajo que había armado, y de cuyas mieles y eficiencia había disfrutado aquel otro que me dejó la herencia maldita -que no me imaginaba que existiera precisamente por esa selección de elementos escogidos a mano-. 

Y así llegué el lunes, y después de pasar a saludar a quien sería mi jefa ahí y en otras dos ocasiones en el futuro, fui directamente a su oficina…que estaba vacía. Después fui a las oficinas de aquellos “galácticos” que me había presumido, y también estaban en el abandono.

Pregunté y me dijeron la frase que más he oído en toda mi vida profesional, pública y privada, y que que cada que resuena, se que algo ya se fue al carajo: “uuuuuy, mi lic…”

Este insigne personaje había abandonado la institución ese mismo fin de semana, en pos de un cargo con una responsabilidad mayor y una trinchera donde podría servir mejor a México, llevándose a sus estrellas consigo, sin avisar. A la fecha seguimos discutiendo si me traicionó o simplemente, como decía antes: “así es esto, y el de atrás paga”.

Después de asimilar la puñalada trapera, mi dirigí a la oficina que me correspondía. Y qué me encuentro? Con una oficina llena de gente que poco a poco la fue conquistando territorialmente, a partir de que aquel nuevo director, en uno de sus característicos arranques de populismo, abandonó sacrificando su comodidad en pos de la de sus subalternos, yéndose a marginar cual mártir a una oficina que si de por sí parecía armario de enseres de limpieza -pero sin el olor a limpio, sino todo lo contrario-, dados los meses de vacancia, se convirtió en un cuchitril inhabitable cuando me la dieron en resguardo.

Días después, y entendiendo que en el servicio público aplican las mismas reglas de la mecánica de fluidos, entré al juego y me apañé la oficina que aquél insigne ex director y hasta horas antes, asesor especial para temas delicadísimos, había ordenado que le armaran desde cero a medio pasillo, en uno de sus característicos arranques de autoritarismo.

Pero esa mudanza de oficina ocurrió días después, cuando ya en ese mismo primer día, un cajón del archivero se desprendió de la nada y se me enterró en la pierna. Estaba tan oxidado que el servicio médico estuvo evaluando si debía o no aplicarme una vacuna antitetánica.

Este accidente hizo que saliera más tarde de lo que tenía previsto, todavía teniendo que pasar a mi antiguo despacho a terminar con unos pendientes. Un despacho que si bien, modesto, no dejaba de ser uno que además de ser como mi casa -trabajé en ese despacho los 14 años de mi práctica, 8 de ellos en ese inmueble-, era además un lugar de trabajo en el que tenía un privado de muy buen gusto, con gran espacio, muebles de madera que no transmiten tétanos y con una terraza que permitía disfrutar las tardes y la vista de una de las mejores zonas de Polanco. Cuando llegué y lo vi, pensé que haberme aventado “como gorda en tobogán” a la aventura pública no había sido la mejor decisión. Meses después, como todos los servidores públicos, me acostumbraría a trabajar en cualquier espacio donde muchos no se atreverían ni a respirar, y sentado sobre un huacal y escribiendo sobre las rodillas, porque a diferencia de lo que muchos creen, el Estado no es rico.  

Pero el día no acabó con el ataque del cajón y ese regreso a mi antigua silla. Después de acabar lo que tenía que hacer en mi anterior oficina, llegué a mi casa a media noche, cansado, aturdido por toda la información del nuevo encargo, herido de una pierna, y vi toda una fila de medicamentos que tenía que empezar a tomar ese lunes. Todos eran para enfermedades gástricas crónicas que la angustia de la transición me habían alborotado. Uno de ellos en particular, un viejo conocido del rubro de los famosos antiácidos, había modificado ligeramente su presentación. A ese lo dejé al final.  Cuando llegó su turno, noté que adentro de la caja había un frasco y un sobre. El medicamento al que éste reemplazó, también suele venir en sobres, así que entre el cansancio, el aturdimiento y lo llamativo del sobre, se me ocurrió pensar que éste era una muestra gratis de ese tipo de presentación, que suelen traer además la dosis indicada. Así que se me hizo facil tomármelo. Sabía terrible, y no como lo recordaba, pero asumí que podía haber cambiado algo más que su simple empaque.

No entraré en detalles, pero resultó que ahora los tres componentes del medicamento ya no venían en el mismo frasco como antes, sino ahora solo dos venían en el frasco -los antiácidos propiamente dichos- y otro, el procinético, tenía que exprimirse del sobre adentro del frasco y revolverse. Así que yo, en mi distracción, me había tomado de una sentada la dosis para 15 días. Pero bueno, es un antiácido. Un simple medicamento para la acidez y la motilidad intestinal. ¿Qué podría pasar? Así que me fui a dormir.

Tuve un ataque psicótico al despertar.

Esto no llegó a mayores porque aquella persona con quien venía procesando ese tema amoroso es médica y me monitoreó durante la noche cuando le informé que me había tomado todo el sobre, y me recomendó ampliamente vomitar, pero como esa práctica me da terror y no la oí tan alarmada, no lo hice. Lo que no sabía es que no se oía alarmada porque no quiso alarmarme a mí, pero había puesto en advertencia a todo aquél médico conocido común que quedaba en la Ciudad -ella ya vivía en otra- sobre una posible urgencia grave.

Pero como era mi segundo día de trabajo y nadie falta a su segundo día de trabajo en un empleo nuevo y menos si es gubernamental viniendo del sector privado, para no alimentar esos prejuicios de que el gobierno no hace nada, me fui a trabajar. Yo en ese momento no sabía que venía sufriendo un ataque psicótico y conduje media tonelada de fierro y plástico por las calles de la Ciudad entre episodios de sopor que me cerraban los ojos, alternados con otros de alteración extrema y ultrasensibilidad auditiva. Pero como la apariencia exterior de ese infierno mental son conductas propias que todo el mundo lleva a cabo  en el tránsito citadino, nadie me vio raro ni supo el peligro que representaba.

Cuando llegué, obviamente en estado deplorable, no recordé que había un cajón oxidado sobrepuesto, que se volvió a desprender, me volvió caer encima y a herir sobre la venda, pero como estaba en un estado alterado, no me importó. Ya que se curará parejo. Yo solo necesitaba aire, que casualmente era una de tantas carencias de esa bodega convertida en oficina. Tuvieron que conectar un ventilador semi industrial a medio pasillo para que no me diera el “bágido”.

Y así siguió ese segundo día, y el tercero y el cuarto, hasta llegar al día de hoy, en que puedo disfrutar de una oficina con ventana, baño propio, un escritorio que a diferencia de otra ocasión, no tuve que armar yo con unas tablas que sacamos de una bodega. Una oficina que en términos generales, me parece un palacete. Hoy, primer día de trabajo en el que no tomé ningún medicamento -incluso los prescritos por años y que tomo diario-, en el que llegué en Uber y me he mantenido lejos de todo archivero, que además, son de un material parecido a la madera que hasta esta noche parece inofensivo. Todo para hacerle ver, querido lector, que los servidores públicos sí aprendemos de nuestros errores, porque, bueno, así es esto.