El fin de semana me lesioné muy seriamente el tobillo. Esto me ha llevado a tener que viajar en Uber, empresa cuya operación hasta hace unos años, fue uno de esos temas polémicos de debate entre lo público y lo privado, y el Estado y el mercado al que todo el mundo le gustaba entrarle con fervor casi patrio.
Yo tengo una postura sobre el tema que jurídicamente se me hace impoluta, pero que no me ha servido para nada en la vida. Bueno, para nada relacionado con mi práctica profesional ni como usuario, pero que una vez en una cena navideña en que toqué el tema cuando estaba caliente, pero más temprano que tarde empecé a aburrir a los comensales, solo me acabó poniendo atención una mujer hasta ese momento desconocida con la que días después iniciaría un tórrido romance. Todo al mismo tiempo en que el conflicto también se ponía ardiente, pero no tan agradablemente: los taxistas y los “uberistas” llegaron a los golpes y hasta a quemar automóviles.
Actualmente las cosas se han estabilizado. Ese romance acabó hace años y al parecer la confrontación entre taxistas y “uberistas” también. Ahora Uber cuenta entre sus filas con un ejército de taxistas conversos –como los llama otro colaborador de Provocación Gratuita- de la vieja guardia: los que lanzaban una pregunta al aire y uno decidía, dependiendo de la distancia y la prisa, si la respondía o no.
Así me pasó ayer en un viaje largo en que se nos atravesó una marcha de maestros, y el chofer me preguntó: “Oiga, señor, ¿y usted cómo ve eso de la educación pública? ¿Sí cree que se arregle? Porque dicen que somos el último lugar del mundo y yo no sé si darle más duro para meter a mis chavos a una escuela particular, donde todo es mejor.”
De nuevo, otra charla de comparación entre lo público y lo privado. Pero aquí con la gran diferencia de que no tengo la menor idea sobre el tema educativo en México desde una perspectiva jurídica, que es bastante complejo, y tampoco de su vertiente política, que nada tiene que ver con lo que se imparte en las aulas de todo el país. Pero como el viaje era largo y llevaba dos días postrado en aislamiento, decidí tomar la preguntada lanzada en este sentido:
-Pues mire, no sé, pero le voy a contar mi experiencia con eso y ya usted piénsele.
Y entonces empecé a relatarle cómo había sido mi vida en la educación privada, desde el kínder hasta el posgrado, y después a compararla con lo que mi novia, quien estudió en escuelas públicas desde la primaria hasta la universidad, me ha relatado.
Yo estudié en una escuela privada que a la fecha mantiene cierto prestigio en cuanto a su nivel y rigor académico. Es bilingüe, laica, mixta y presumía de muchas virtudes, pero jamás lo hizo, por lo menos expresamente, de brindar una formación integral. Y ahora, con el tobillo medio partido, entiendo por qué: hubiera sido una mentira.
Mi escuela era pequeña, y como tal estaba obligada por las circunstancias a enfocarse en ciertos aspectos educativos, dejando otros de lado. Por ejemplo, era una escuela donde estaban proscritos los balones. Estos eran para uso exclusivo de los profesores, quienes los confiaban a los alumnos solo en la clase de educación física. Estaba, por tanto, prohibido cualquier clase de juego en el recreo -en la primaria- y en los descansos -en la secundaria y prepa- que involucrara balones, pelotas y cualquier otra clase de equipamiento deportivo.
Esto, por una clara falta de espacio. El patio era multipropósito, y lo único que cabía más o menos bien era una cancha de basquetbol, que a su vez servía para volibol y para todos los demás deportes que el programa de estudios de la SEP y de la UNAM obligaban a los profesores a enseñar, pero que en este caso estaban imposibilitados para impartir.
Pero como debe imaginar, el tener a tanto chamaco en semi-encierro y con energía desbordante, hacía de esta una prohibición muy difícil de cumplir. Las corretizas en todas las etapas del desarrollo del muchacho estaban a la orden del día, no obstante la sola actividad de correr también estaba prohibida. Ahí el “no corro, no grito, no empujo” no era para situaciones de emergencia, sino era la regla por antonomasia para preservar la integridad física de los alumnos. Así, el espacio restringido combinado con la energía infantil y juvenil contenida, eran la mezcla explosiva perfecta para que cualquier artefacto deportivo, incluso usado apropiadamente, se convirtiera en un peligro inminente. Éramos como una legión imberbe y torpe de “Bullseye”, aquel enemigo de “Daredevil” cuyo súper poder consiste en que todo lo que toca puede convertirlo en un arma mortal.
Lo que no pensaron nuestras sabias autoridades, es que los jóvenes inquietos buscarían sustitutos.
Así fue como acabamos en la secundaria jugando futbol con un borrador envuelto en masking tape que alguien robó de un salón, y que obviamente “hacía extraños” al chutarlo, lo que llevó a terminar una vez, no en el fondo de unas inexistentes redes, sino en la nuca de la típica compañera que tenía esa peculiar vertiente de la mala suerte: ser un imán de balones, y en ese caso, hasta de sus sustitutos más toscos. Así fue como ese creativo y escurridizo objeto corrió la misma suerte de los esféricos y ovoides: fue proscrito y confiscado, solo para ser suplido por un cepillo sin cerdas que correría la misma suerte.
Esta fue mi realidad de 1984 a 1999: la nula formación deportiva, parte fundamental de una formación integral, y que si uno quería tener, tenía que buscarse aparte, pagando. De la formación artística ni hablar, aunque para ser justo con la escuela, tenía un poco de más cabida, pero que a la vez era otra de las razones de la comentada prohibición, ya que los que se metían al taller de pintura, generalmente veían sus obras arruinadas por un balón que sí estaba siendo usado en una clase de educación física, pero que a falta de la compañera de referencia, que estaba segura en su salón, acababa destrozando acuarelas tan mediocres como el tiro que les ponía fin.
Lo mismo sucedió cuando ingresé en 1999 a una escuela de derecho que de lo único que lleva más 100 años presumiendo es de otorgar una formación jurídica de excelencia…y ya. Ahí sí ni patio hay. Solo se juega dominó, ajedrez y de vez en cuando ping-pong en un rincón olvidado. Y de las artes aquí sí ni hablar del peluquín. La primera vez que se tocó ahí algo que pretendía ser jazz y blues, lo hicimos unos improvisados en el galerón que fungía de estacionamiento, en una especie de evento cultural que jamás se repitió. Así de buena fue nuestra modesta presentación, supongo.
Esa es la razón de mis casi nulas habilidades deportivas que me llevaron inexorablemente a la más grave lesión de tobillo que he tenido, cada una causada cuando he querido, ya muy a destiempo, practicar deportes.
Yo siempre supe que mi realidad no era la de todos los de las escuelas privadas, pero no había logrado notar el enorme contraste que puede existir también respecto de la educación pública. Esto acabó cuando conocí a mi novia, quien poco a poco me ha ido contando distintas anécdotas que tienen como contexto sus clases de ballet, danza regional, danza contemporánea, pintura, escultura, futbol, natación y atletismo, que ella escogió dentro de muchas otras opciones; sus talleres de innumerables oficios, sus clases de idiomas, sus horas de estudio en una verdadera biblioteca –la mía solo tenía enciclopedias viejas y una colección de revistas Muy Interesante-, el haber visto desde unas gradas jugar a sus compañeros futbol americano en un campo reglamentario y con el equipamiento adecuado, y muchas otras experiencias, que como abanico de opciones de formación integral solo se triplicaron cuando entró a la Universidad Nacional.
Cuando acabé de contar esto, como si hubiera estado planeado, pasamos justo enfrente de una de esas universidades de muchos planteles y ningún prestigio que está sobre el Viaducto y que lleva entristeciéndome por años. Pero esta vez, en vez de hacerme seguir envidiando las opciones que le dio a mi novia la educación pública, me hizo agradecer aquellos días del borrador o del toquín jazzero. Es una universidad que al haber sido construida improvisadamente –e inhumanamente, debo agregar- en un edificio, lleva a sus alumnos a tener que cruzar la pequeña lateral y sentarse, acostarse o jugar con un balón y mucha osadía, sobre las áreas verdes y en pendiente de 60 grados que separan tal lateral de los carriles centrales. Claramente, siempre se pueden tener más carencias de las que uno se queja.
No sé qué haya decidido el chofer, pero cuando me bajé del auto luchando con mis muletas, no le vi un solo gesto de angustia.