Concluyo con una tercera entrega esta serie de textos a la que dio pretexto aquel tema de la fundación de la Ciudad y del mano a mano San Hipólito vs. San Judas Tadeo. Quien primero me contó parte de esa historia, fue precisamente mi maestro de Historia del Derecho Patrio, a quien dedico esta columna, en su convalecencia.

Si alguno de ustedes aguantó hasta acá, tal vez se pregunte por qué diablos andaba yo sufriendo de niño en una misa a San Judas un 28 de octubre o por qué ando ahora interesado en la hagiografía, si crecí en un contexto familiar ajeno a toda religión. “Pues eres ateo, ¿no?”. Bueno, es que no fue del todo así. Además, contrariamente a lo que sucede en muchas familias, en la mía uno no “hereda” la religión. Ya con haber heredado la afición por las Chivas y por Green Bay, que vivieron sus peores momentos cuando yo era niño, tuve bastantes frustraciones y angustia existencial.

Pero bueno, todo este asunto parte de una estructura familiar atípica, como suelen ser las familias de este país, que por más que nos aferremos al ideal de “la gran familia mexicana”, sabemos todos que la nuestra generalmente no se parece a eso.

El asunto es que aquí había no una división sino un par de grupos muy marcados dentro de uno mayor. Yo crecí en una familia muy pequeña que estaba integrada por una familia en sentido estricto en su primera facción, y una atípica en la segunda, que la complementaba perfectamente. La primera estaba conformada por mi padre, mi madre y yo. El primero, un ateo a ultranza que no concebía otra forma de apreciar la realidad más que a través de una visión científica. La segunda, una mujer sumamente peculiar que si bien siempre tuvo cierta atracción a la exploración de su vertiente espiritual, solo la desarrollo ya viuda y después de los 40 años. Si le preguntan a mi mamá, ella ahora se definirá como budista. Tiene ciertas credenciales: ha hecho retiros de meditación a la intemperie que a mí me matarían de neumonía y una vez que quería rebotar con ella algunas ideas de un juicio un día cualquiera, le marqué a su celular, el cual milagrosamente contestó -casi nunca lo hace- y sucedió esto:

-Oye madre, ¿te acuerdas de aquel divorcio que llevaste? En el que la esposa madreó al marido con una cubeta de metal en pleno hospital cuando la emplazaste. En el que se la tuvieron que quitar de encima los policías y acabó ensangrentado. Me están pidiendo que lleve uno muy parecido, pero en ese estado no hay incausado y…

-Hijo, no te oigo nada. Te hablo en un mes. Estoy en Katmandú y no podemos subir a un monasterio porque hubo un deslave. Vine a meditar. Y sí, ya me dijiste que te divorciaste el año pasado…”.

La segunda facción estaba conformada por mi abuela, su hija, hermana de mi madre, y la hija de ésta. Las dos primeras, madres solteras. De las “luchonas” de las que ahora se hace mofa, y  de las que en sus tiempos jamás se habría hecho mofa porque verdaderamente se sobaban el lomo y no lo andaban presumiendo ni quejándose a los cuatro vientos. La tercera, madre de dos niñas nacidas dentro de un matrimonio tradicional, siendo yo padrino de la menor, como conté en el texto pasado.

Este era el grupúsculo católico. Mi abuela, como toda abuela, era una creyente formada a la antigua en la forma guatemalteca del catolicismo. No obstante ello, influenciada un poco por sus vivencias, era bastante desconfiada de las sotanas y prefería evitarlos y profesar su fe en la iglesia o en su casa. Mi tía era de un perfil similar, aunque el haber pasado por una escuela de monjas le dejó unas máculas psicológicas que la hicieron, ya no desconfiada, sino anticlerical, aunque devota a su manera. Mi prima en cambio, desde niña iba al coro de la iglesia y hoy es cooperadora del Opus Dei. Toda su cosmovisión se resume en una línea.

Ahora, es claro que con quien más mi identificaría ideológicamente es con mi padre, quien como ya saben, murió, pero ya cuando tenía yo 14 años y estaba perfectamente establecida mi forma básica de ver y entender el mundo. Sin embargo, como muchos niños de los 80s, crecí educado por mi abuela, ya que mis padres trabajaban y la casa de ella era el centro de la vida familiar.

Esa es la razón por la cual andaba yo aterrándome desde niño con esas figuras de los Cristos en tamaño casi natural y llenos de sangre dentro de unas vitrinas. Para mí estaba muerto, porque un niño entiende perfectamente al muerto,  pero no un concepto como la resurrección.  Así que en esos términos, yo pasé muchos días de mi infancia acomodándome junto a la figura de un muerto mientras mi abuela escuchaba misa desde lejos, aprovechando alguna de sus diarias visitas al mercado. Era de lejos y en las orillas porque en realidad no le gustaba tener que interactuar con ningún sacerdote, pero respetaba las formas litúrgicas, con todo y bolsas del mandado y un nieto hecho rosca en un rincón tratándose de entretener con las alcachofas para olvidarse de la tétrica figura de al lado.

Ya después entendería quién era el muerto y me aprendería su historia.  Más o menos comprendería que según el dogma, no murió; o sí, pero solo un ratito, o no, porque a la vez era Dios y era humano. En fin. Como saben eso no lo tuve realmente claro hasta que me soplé de una sentada el Catecismo de la Iglesia Católica y me volví un conocedor tan convincente, que en mis pláticas pre-matrimoniales me pidieron que diera yo la bendición por ser tan devoto. Perdón, soy abogado y la teatralidad es parte de la formación.

Pero los detalles narrativos, más que los teológicos, es decir, la carnita de la historia de Cristo, la aprendí desde antes gracias al cine y a mi tía, que religiosamente, cada Semana Santa aplicaba la encerrona y ponía sus Betamax con los clásicos “Rey de Reyes”, “Ben Hur”, “El Manto Sagrado”, “Quo Vadis” o la clásica mexicana, “El Mártir del Calvario”, en la que no puedo dejar de pensar cada vez que me acuerdo de ella, en Enrique Rambal diciendo con su acento gachupín “Dejad que los niños, se acerquen a mí…”.

Y cuando digo encerronas era en serio. Se las soplaba una tras otra, y si sobraba tiempo, se seguía con películas de otros géneros, pero igualmente maratónicas, como “Lo que el Viento se Llevó”, “Dr. Zhivago” o las 20 entregas de “Sissi” -Isabel de Baviera-. Es decir, de lo que se trataba claramente era de sufrir y hacer penitencia a través del sufrimiento de otros -los de la pantalla y los que nos soplábamos el maratón entero-. Ahora saben por qué tengo en la memoria y en mi habla habitual tantos ruquismos y por qué jamás seré optimista. Si no han visto esas películas, les puedo decir que casi todos sus protagonistas y reparto se la pasan muy mal, hasta que llegan a atisbar algo de felicidad a través del amor…e inmediatamente después se mueren, generalmente sin vivirlo o siquiera consumarlo carnalmente. Terrible.

Dejando a Cristo de lado -al que, sugiero a las iglesias correspondientes, representen más vivo que muerto-, el acercamiento con sus intermediarios se dio cuando me aburrí de convivir con las alcachofas.  Empecé entonces a huirle a esas figuras en vez de enroscarme junto a ellas, y mejor me arrimaba a otras que me parecían más amigables. Así que prefería estar parado o sentado frente a quienes de niño simplemente me parecían un negrito simpático y amigable, o un sujeto con corte de pelo de príncipe valiente con una llamita en la coronilla u otro con una calva muy llamativa rodeado de animales. Y así como me resultaba repulsivo ver sangre y espinas, me resultaba llamativo ver esa lengüita de fuego, o a una especie de Pelé que concedía peticiones, o a un monje hablando con pajaritos. Así que lo normal fue preguntar quiénes eran todas estas personas.

Al efecto, mi papá, me dio una orientación general y me remitió a los libros de consulta. Pero en la Enciclopedia Británica no hay grandes referencias a los santos católicos ni mucha explicación sobre el significado de sus atributos.  Y si sí las hay, ya las olvidé o de plano jamás las entendí, porque a esa edad mi inglés era básico.  Mi madre no tenía idea de qué le hablaba. A mi prima ni le pregunté porque no quería un sermón. Mi abuela solo me dio sus nombres y su “utilidad”, es decir, para qué le rezabas a cada quién, con lo que sería mi primer encuentro con el fenómeno de la ultra especialización. Y mi tía, que siempre fue menos teórica, decidió que era momento de que “el niño vaya a ver a San Judas” con la mismo resolución y buena voluntad con la que me llevó a ver a los Harlem Globetrotters o al Holiday on Ice en la Arena México. Error. Esa visita ya relatada me generó una visión grotesca generalizada de todo el martirologio romano que me duró casi toda la vida.

Hasta que un buen día recibí esa llamada -llamado, insiste mi prima- para ser un padrino católico a pesar de ser ateo, y entonces renacerían mis curiosidades originales por aquellos personajes a los que, recuerden, uno no se les arrima, sino se les encomienda, para que intercedan por usted ante las altas autoridades divinas para cosas generalmente mundanas. Aunque como nos enseñaron en Derecho laboral: el que poco pide, poco merece. Así que mientras toquen ustedes las puertas del santo adecuado, espero les sean concedidas todas sus peticiones. Por lo pronto, están tocando el angelus en Tlalpan, lo que indica que es hora del refrigerio.

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