-¿Cómo? ¿Te vas a morir o algo así?

-Jaja. Claro que no. Estoy muy bien.

-¿Segura? Porque si te vas a morir, sabes que es algo que ni siquiera me tendrías  que pedir. Yo me encargo no solo de ella, sino de ambas, obviamente en todo lo que me pida ayuda su papá.

-¡Que no me voy a morir!

-OK. Entonces la idea está muy loca.

-No tanto. Estoy segura que si por alguna razón no estamos, y aun estando, el único que puede orientarla y darle la educación espiritual adecuada, no solo a ella, sino a la grande, eres tú. En especial conforme a los principios de la Obra, que no todo el mundo conoce ni entiende. Ni los del catolicismo en general. Por eso te lo pido a ti.

-A mí, el ateo, hijo de otro ateo y de una reciente descubridora del budismo tibetano.

-Jaja. Sí.

-Pues a buen santo te arrimas.

-“Te encomiendas”

-¿Cómo?

-Sí, a los santos te les encomiendas. A los que te le arrimas es a los árboles: “El que a buen árbol se arrima…”

-Ya ves cómo tu idea es terrible.

Y de esa forma tuve que entrarle al conocimiento del catolicismo en serio: cuando me pidió mi prima ser padrino de su segunda hija.

Y digo en serio, porque la propia educación formal, es decir, la escuela, aunque sea laica, te da un buen panorama histórico del cristianismo en general, y del catolicismo en particular, por lo menos al estudiar los dos grandes cismas -oriente y occidente-, siendo el segundo determinante para comprender la ética protestante y por tanto, la cosmovisión que determinó la teoría política moderna.

Pero eso, suponiendo que uno haya puesto atención en la prepa y la universidad, no te da idea alguna de los dogmas del catolicismo, ni de la doctrina, ni en realidad de nada que tenga que ver con la fe. Y obviamente, el papel de un padrino en la tradición católica tiene que ver con la fe, más que con la ayuda terrena.

Pero es ahí cuando empezaron los problemas. No obstante yo podría haber dicho que sí y olvidarlo, o ponerme a estudiar un poco de aquí y de allá y luego olvidarlo también, me topé con lo obvio: después de soplarme dos años de derecho romano en la escuela, y saber que gran parte de ese derecho dio lugar al derecho canónico, era de suponerse que había toda una serie de requisitos formales que yo tenía que acreditar para iniciarme en esa función de guía.

Como muchos saben, esos requisitos, haciendo un paralelismo con el derecho civil, no son solo formales, sino van más allá: son solemnes, porque se trata de acreditación de sacramentos. Es decir, no estamos ante la simple expedición de un papel, sino de la expedición de un papel que acredite la verificación de actos con significación teológica profunda, que implican la celebración de un ritual y que tienen además efectos jurídicos canónicos.

Así que empezamos el vía crucis con el bautismo. Si bien, este era el único sacramento con el que contaba y podía acreditarlo, el problema fue obtener una constancia actualizada. Había, primero, que encontrar la fe de bautismo, que apareció prácticamente por un milagro junto a otros documentos históricos como mi cartilla de vacunación. Esto porque además, según registros fotográficos, yo entré caminando a la iglesia correspondiente al acto sacramental. Era yo ya un galavardo -lo que incorrectamente decimos “balagardo”- de 4 años que además iba aterrado como si me fueran a hacer el famoso método del “bucito” para quitarme de encima el pecado original. Si un perito ve esa foto, seguro pide que me apliquen el Protocolo de Estambul para ver si hubo tortura.

En fin, ya con el nombre de la parroquia correspondiente y la sorpresa de que fue de los pocos edificios de esa cuadra que no se derrumbaron con el terremoto del 85, pude obtener la certificación correspondiente, por lo que ahora tocaba en orden la comunión.

Este fue el punto duro, porque ese sacramento me lo tenía que aplicar el mismo sacerdote que bautizaría a mi sobrina y que sabía de mi situación, que mi prima hábilmente llamó de “lejanía” de la Iglesia, y que me hizo jurar, so pena corporal propia de la Inquisición española, que en ningún momento se me ocurriera mencionar palabras como ateísmo. Es más, poco antes de la entrevista con el presbítero, me hizo llegar una lista en alcance  con palabras y frases prohibidas como “agnosticismo”, “apóstata” -que es lo que técnicamente me convertiría después-, “aborto”, “eutanasia”, “cristero”, “comunismo”, “marxismo-leninismo-maoismo” (sic), “opio del pueblo”, “leyes de reforma”, “Benemérito de las Américas”, “teología de la liberación”, “evolución”, “existencialismo”, “El Satánico -o sea Daniel López, el luchador-, “narcosatánicos” -muy de moda a finales de los 80’s-  “heavy metal”, “Los Ángeles del Infierno” -los motociclistas y la banda española-, “Black Metal Mafia” -con esta sí me sorprendió y sospeché que había investigado mis primeras búsquedas de la historia en internet  en altavista.com-, entre otras expresiones escandalizantes. No quería dejar nada al azar, ni a mis dotes de improvisación.

El sacerdote fue muy directo y omitió toda pregunta. Simplemente me dijo: mire, usted no sabe nada y está bien. No es un niño y no va a aprender como niño, lo cual será una gran ventaja. Va a aprender como adulto, para lo cual va a comprar un libro llamado “Catecismo de la Iglesia Católica”, lo va a estudiar a fondo y en dos semanas va a regresar a examinarse conmigo. Si tiene dudas no le pregunte a nadie más a que a mí, que siempre estoy aquí, o a otro sacerdote calificado.

Y así lo hice. Y se lo agradezco. Gracias a la lectura de ese libro, entendí las bases del edificio teológico de la vertiente católica del cristianismo, y con lecturas complementarias, sus diferencias esenciales con el protestantismo, es decir, todas las iglesias que profesan el cristianismo basándose en una libre interpretación de las Escrituras.

Hay dos exámenes de larga duración y gran rigor que recuerdo en mi vida: el de Títulos y Operaciones de Crédito, y el de mi comunión. Ese sacerdote hizo su trabajo y me hizo hacer el mío, y gracias a eso, cuando después de hora y media de examen, adoptó otra posición, menos relajada, más solemne y con otro tono de voz, supe que había llegado el momento de la confesión, que para hacer menos larga -hacer un listado de pecados de 5  lustros implicaba un gran esfuerzo de memoria y tiempo- reduje todo al ingenioso concepto de “lejanía” de mi prima. Ya confeso, esperé a la misa de la tarde y salí de ahí con mi constancia de primera comunión, a los 25 añotes.

Luego tocaba la odisea de la confirmación. Afortunadamente, para ese sacramento existe una gran solución que ofrece la Diócesis Maronita; otra de muchas grandes aportaciones que trajo la migración libanesa y siria en beneficio de este país. El rito maronita es originalmente oriental, pero nunca participó de cisma alguno y siempre fue fiel a Roma, así que aunque sus formas son diferentes, son católicos hechos y derechos. La gran ventaja de acudir con ellos es que su Obispo vive en su templo, y celebra confirmaciones todos los viernes, a diferencia del resto de las parroquias, en las que hay que esperar a que el Obispo llegue en su gira a ese templo en particular, lo cual puede tardar meses. Los maronitas, prácticos como sus ancestros fenicios, cotejan la fe de bautismo muy someramente, solicitan y verifican la donación correspondiente por el servicio, muy acuciosamente, y ya. Piden un padrino que diga, sin acreditar, que esta confirmado -en mi caso fue otro colaborador de Provocación Gratuita- y ya.  No hacen preguntas y lo agendan a uno para una sola charla muy breve y dinámica un jueves, para confirmarse el viernes. Todo rápido, todo sin la ancestral burocracia a la romana. Seguramente a muchos del núcleo duro romano esta celeridad casi comercial -sin que se descuiden en absoluto los aspectos espirituales-, les refunfuñan en voz baja sobre estos neo-fenicios, lo que Catón el Viejo hacía al finalizar todos sus discursos en el Senado: decir “Carthago delenda est” (“Cartago debe ser destruida”), aunque estuvieran discutiendo el precio del jitomate -que es un decir, claro, porque los jitomates son de por acá-.

 Después vino la plática sobre los deberes y obligaciones del padrinazgo, donde también me incliné por una opción cosmopolita y acudí a la Iglesia de Santo Tomás Moro, que es una iglesia destinada a inmigrantes y descendientes de la colonia alemana en México. Esa visión fue también extraordinaria porque el sacerdote era alemán con un muy buen español, usaba el pelo largo en cola de caballo y le gustaban los piercings y casi podría asegurar que hasta un tatuaje se le asomaba en el cuello. El sí parecía miembro de la Black Metal Mafia, y si le hubiera preguntado sobre ellas, seguro sabía de qué le estaba hablando y tal vez tenía amigos en ella, porque tenía un verdadero espíritu ecuménico. Tanto, que cada mes, organizaba activos y divertidos encuentros con la Iglesia Luterana, que tiene el mismo perfil de fieles, pero protestantes, donde toda la colonia alemana se la pasaba realmente bien. 

Con esto concluyó todo ese camino que me llevaría a convertirme en tres cosas: padrino de mi sobrina, a la cual ya en la práctica y dadas las diferencias ideológicas que tenemos a estas alturas, creo que mi prima jamás me pediría darle consejo espiritual alguno; un insoportable en las misas  -porque desde que adquirí esos conocimientos, suelo glosarle a mis acompañantes todo lo que va ocurriendo, lo cual los distrae del chisme habitual de iglesia, como el que la novia se case de blanco “la muy descarada” -sí me callo en la eucaristía, no soy un irrespetuoso-; y obviamente, como dije antes, un apóstata ipso iure , porque aunque eso implica el abandono público de una religión por voluntad propia -a diferencia de un ex comulgado-, yo tuve que entrarle a una religión de la que no soy un fiel y nunca lo seré.

Pero eso fue por un cumplir con con compromiso vital de darle a mi sobrina, si llegara a necesitarlo, la educación espiritual -el consejo se lo dejaré al sacerdote- que sus padres quisieran para ella, o que ella misma solicite aunque se aparte de las ideas de sus padres -ya está grandecita-, propio de un padrino católico en toda forma. Porque cuando uno asume compromisos sagrados, debe comportarse a la altura.

Aquí dejo esta segunda entrega, porque ya están tañendo las campanas al vuelo en “toque de gloria” o “toque de fiesta” acá en el centro del Tlalpan, porque es 28 agosto -día se San Agustín de Hipona- y acá en la feria frente a la Parroquia de San Agustín de las Cuevas se come muy bien.

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