En el servicio público es muy común tener que hacer antesala. Esta no es una espera común como la que se hace afuera de un consultorio médico. La gran diferencia suele ser que en la antesala ambas partes suelen ser servidores públicos, uno de mayor nivel que el otro. Y generalmente el que hablará es quien está esperando. Es decir, uno va y se sienta ahí a esperar a que lo atiendan, pero en relación con un tema que uno va a exponer, o lo que en la jerga de conocemos como "hacer del superior conocimiento”. Eso consiste en informar, asesorar, rendir cuentas o, en su caso, en solicitar “valioso apoyo”.
Es un sistema en el que se ven involucrados solo algunos mandos superiores, que son precisamente los que tienen agendas saturadas, muy poco tiempo para atender temas y una larga fila de subalternos propios y ajenos esperando. Y es ultrajerárquico porque sus reglas se establecen en función del cargo. Así que si quien solicita la audiencia es un titular de unidad y va asistido por alguien, ese alguien generalmente es su inferior jerárquico inmediato, es decir, un director general o un director general adjunto, y a quien van a ver, suele ser un subsecretario. Así que en la reunión que se celebra, acaban tratando el asunto personas con cargos consecutivos, y no suele ser bien recibido que se salten escalones, es decir, que un director general adjunto vaya acompañado de un subdirector a ver a un subsecretario. Un mal cálculo en algo que en el sector privado puede sonar nimio, aquí puede implicar la caída de una cabeza por haber asistido o haberse hecho acompañar de alguien que no tiene el cargo adecuado para enterarse de lo discutido, por más que ese “intruso” sea quien generó la información o quien materialmente ejecutará las acciones acordadas. Y eso se da a todos los niveles. Un subsecretario hace antesala con su secretario, y el secretario lo hace con el presidente. Además, también es ultrajerárquico porque uno es recibido también en función del cargo, y no del turno, de la hora de su cita o de haber llegado primero. Así que si usted tenía la encomienda de ver a alguien y se aparece alguien más con un cargo superior, usted ya se jodió.
Las reglas están claras y se sabe que uno puede dejar la vida en la antesala de muchas formas. Una de ellas es, como ya dije, con la caída de su cabeza si no tenía el nivel para estar ahí. La otra, la vía de la agonía: esperar hasta hacerse viejo para que horas después salgan y le digan la temida frase “el señor subsecretario no lo va a poder recibir hoy”.
Aunque a veces esas reglas tienen que doblarse hasta donde aguante la liga, en razón de “las necesidades del servicio”, osea, cuando no queda de otra. Esto me tocó vivirlo en carne propia cuando había que asistir a una reunión con la más alta autoridad de la dependencia. La persona con cargo inmediato inferior, quien era aquel cuya presencia se había solicitado, estaba en una comisión de alta importancia y suma confidencialidad. Esto obviamente era conocido por la alta autoridad, y esperaba a alguien en representación de su inferior. El problema fue que el inferior del inferior ese día también estaba haciendo antesala para representar a su superior en otro evento ante un superior de otra dependencia. Así que, en la confusión entre superiores e inferiores y en la interpretación de todas estas reglas no escritas, un descuido tuvo como consecuencia que yo fuera a parar a una reunión en la que no tenía el nivel para asistir. Cuando subí, vi la sala y el personificador central con el nombre de La Jefa, y consciente de las reglas que les expongo, llamé desesperado a quien me había mandado, sin saberlo, al matadero. Era un caso como el descrito arriba: yo conocía las vertientes técnicas de los temas de la agenda, pero no tenía legitimación alguna para abrir la boca, so riesgo de salir de ahí no solo sin trabajo, sino con una investigación de por medio.
Obviamente, lo primero que me preguntaron no fue mi nombre, fue mi cargo, y pues en teoría no alcanzaba. Pero dado que la caballada no estaba flaca pero sí ausente, se resolvió aventarme a la orilla de la mesa, eso sí, con un impecable personificador que a diferencia de los del resto de los asistentes, traía en grande las letras de mi unidad administrativa, y en pequeño y casi por accidente, mi nombre, sin cargo. Eso me hizo ver que las reglas no escritas también se plasman gráficamente.
Salí vivo de ahí gracias a la flexibilidad y tolerancia de la autoridad máxima, quien resolvió el problema elegantemente en la antesala, y en forma muy ingeniosa. Saludó a todo el mundo de mano y beso, ya que el único desconocido en la reunión era yo. Y cuando llegó a mi, me saludó con la misma efusividad, pero al acercarse a mi mejilla me murmuró al oído: “¿Usted quién es y qué hace aquí?”. Yo contesté en tres palabras y ella solo asintió con la cabeza y me señaló mi lugar en el rincón. Cuando era el turno de hablar de los temas que me tocaban a mí, o más bien, a mi representado, ella me volteaba a ver, hacía un gesto sutil y tomaba las palabra directamente. Así que no solo no me cortó la cabeza, sino me llevó de la mano toda la reunión, hasta que necesitaba ciertas precisiones que sabía perfectamente que yo llevaba en el material de trabajo. El descuido y la mala fortuna que llevaron a esa reunión me pudieron haber costado el trabajo, pero la intervención precisa que les cuento, hizo que todo se redujera a una instrucción al salir, dada también en forma de murmullo al despedirse de beso: “Informe a su jefe inmediatamente y guarde la reserva debida sobre lo que escuchó”.
Pero así como una antesala en la que las reglas se doblaron por comprensión y benevolencia me permitió trabajar un año más en una dependencia, otra en la que las reglas se respetaron, me dio la oportunidad perfecta para plantear el irme de una dependencia diversa.
En el Palacio de Cobián las antesalas son largas por razones obvias, pero el edificio las hace muy agradables. El secreto de esas antesalas largas es aprovecharlas al máximo para evitarse otras. En este caso, todo lo que tenía que acordar con mi jefa -no confundir con La Jefa de la anécdota anterior- lo desahogamos oportunamente antes de que llegara el subsecretario. Pero como había uno de esos famosos sitios de inconformes que impedían el acceso, la antesala se alargó por horas. Así que de temas de trabajo, pasamos a temas de política y de temas de política, entramos a temas de nuestras vidas, que es en lo que uno cae cuando siente precisamente que su vida se le escurre de las manos entre tanta espera. Y así hablamos de muchas cosas, en especial de las particularidades de los estilos de vida modernos, y de cómo cada uno de los dos, de edades y generaciones distintas, tenía el suyo y en nada se parecía al del otro.
Todo mientras la batería de los dos celulares de mi jefa se agotaba.
Después de un par de vueltas a nuestras vidas y mientras el subsecretario se abría camino a su oficina a sirenazos, mi jefa perdió comunicación en medio de una crisis que sucedía en nuestra oficina. Eso hizo que tuviéramos que usar el chat grupal en mi teléfono celular, que todavía tenía batería. Fue un intercambio de mensajes largo en la que yo escribía lo que ella me dictaba o lo que me correspondía decir a mí. Mientras tanto, aparecían en la parte superior de la pantalla mensajes de otras conversaciones que yo había iniciado en la “pre-antesala” que yo tuve que hacer en lo que mi jefa llegaba. Pero de repente, en una pausa de expectación con ambos con la mirada en la pantalla, apareció la vista parcial de un mensaje que si bien pertenecía a una conversación que si se leyera completa quedaría claro el contexto y el significado del mensaje- generó un momento peculiar entre ambos:
-HAZME UN HIJO!
Esa expresión es utilizada habitualmente para muchas cosas, pero me atrevería a decir que nunca en su verdadera significación. No imagino a alguien que tenga la intención de reproducirse, utilizando esa frase como planteamiento inicial para ello. Por el contrario, recuerdo perfectamente otra ocasión en que esa misma frase también me apenaría. Esta vez no frente a mi jefa, sino frente a la concurrencia de todo el Palacio de Bellas Artes, cuando una amiga caracterizada por su desenfado, en ese silencio absoluto y expectante antes de la primera nota de un concierto, le gritó a Herbie Hancock que le hiciera un hijo. El grito retumbó por todos los rincones del recinto gracias a su gran acústica, mientras yo arremolinaba en el asiento y pensaba en el ya clásico “si ya sabes cómo es, para qué la invitas".
Pero esta vez, aunque yo sabía el contexto y si lo hubiera explicado no hubiera resultado nada bochornoso, tuve uno de mis pocos momentos de claridad y decidí aprovechar el desconcierto. Los temas previos sobre la forma de vivir la vida y cómo difería la de una mujer divorciada de medio siglo de edad y con varios hijos adultos, en comparación a la de su servidor, también divorciado, pero de 37 años, sin hijos y viviendo con su amigo del kinder, me dieron la entrada perfecta para decir, palabras más, palabras menos, lo siguiente:
-Jaja. ¿Qué cosas, verdad? Como bien decíamos, hay muchas formas de vivir la vida. Y como ve, de repente me surgen propuestas peculiares. Y bueno, pues le confieso que tengo una que no había encontrado el momento adecuado para platicar con usted y que me andaba dando vueltas en la cabeza, hasta que apareció esta otra. Una está claramente relacionada con nuestro trabajo, pero la otra tiene que ver con lo que platicábamos ahorita. La primera es una propuesta de trabajo atractiva. La otra, como ve, es la propuesta de tener progenie y que creo que debo discutir con alguien que sepa de eso. ¿Cuál de las dos cree que podamos platicar en lo que llega el subse y nos contestan de la oficina? Porque para como se oyen las consignas allá afuera se ve que vamos para largo…