Cuando uno tiene contacto con la Administración Pública acaba conociendo a algunos personajes que suelen ser altos mandos en ella. Yo hace poco llegué de rebote a una mesa de debate con el Fiscal Nacional Antimafia de Italia. Me tocó el último tema algo alejado del crimen organizado en sí mismo, y después de un foro de tres días, él ya estaba tan cansado que pidió de una forma muy italiana comprensión y brevedad. Por eso, desde ahí y hasta hoy que revelo la verdad, he presumido por más de un año que el gran zar antidrogas y terrorismo italiano me pidió “¡pieta, pieta!” ante decenas de testigos.

Hace unos días, en mi etapa entre empleos, me encontré caminando a cierto Subprocurador que no era aquél para el que yo trabajaba. Me preguntó cómo estaba “mi jefe”. Le dije que ahora ya era un subsecretario como seguramente él sabía y que estaba bien, pero que ya no era mi jefe porque yo estaba “en transición”, o sea, desempleado. Él, notando mi aspecto barbudo, con jeans agujerados y sudadera con gorra muy al estilo delincuencial -que debe serle muy familiar por sus funciones-, dijo con su típico rostro inexpresivo: “Se le ve…”.

Pero este fenómeno no es reciente. Desde que era niño me he topado con altos personajes de la cosa pública. Tengo por ahí un par de fotos con los entonces presidentes de la Madrid y Salinas. Son fotos profesionales y no esa típica foto casual que puso de moda Fox y que con Calderón se salió de control. En especial en las comidas anuales en la Escuela Libre de Derecho, que volvieron los volvieron de plano un fenómeno muy desagradable. Yo nunca tuve una de esas porque ese presidente no me caía del todo bien, y porque entre más tardara en desahogarse la fila, más tiempo duraba la fiesta en esa incomodidad que causaba tener ahí al Estado Mayor Presidencial monitoreando tus idas y venidas del baño. Sin embargo, ya cuando Calderón acudió a su primera comida anual de la Escuela como simple ex alumno habiendo dejado el cargo, me tocó atestiguar que una amiga le pidiera una de esas fotos, y mientras yo me alistaba para tomarla con su iPhone, él le dijera amablemente: “Licenciada, le suplico por favor de dejar su vaso en la mesa”.

Pero volviendo a la época en que me tomé esas fotos solemnes con los presidentes, la razón de su existencia fue que a mi tía -otra vez mi tía y su ir y venir por la Administración Pública Federal-, al ser secretaria en la Dirección General de Comunicación Social de la Presidencia le regalaban boletos para asistir a Palacio Nacional la noche del quince de septiembre. Por eso mis fotos son del famoso “besamanos” posterior al “Grito”. No me sorprendería que en la actualidad, esos boletos los vendieran a altas sumas para donaciones, pero en los ochenta no era así. Boleto que sobraba, boleto que se usaba, no importando el nivel jerárquico. Así acabé en los dos últimos Grandes Premios de México y en otros espectáculos, claro, en gradería y no en lugares especiales.

Pero los eventos como la recepción de Palacio Nacional por la celebración de la independencia nacional eran extraños. Al momento de llegar todos éramos iguales en trato y lugares para disfrutar de ellos. Eran eventos sumamente cortesanos y lujosos, y se entiende en parte por qué acudiendo a ellos con regularidad, siendo o no parte de la clase política, es fácil perder el piso. Uno contemplaba la verbena popular desde alguno de los balcones de Palacio, viendo a la gente abajo, lejana y en el desmadre. En cambio, los de arriba estábamos vestidos en forma distinta, comportándonos conforme los más altos modales que nos habían inculcado, todos tiesos y orgullosos, como si uno realmente fuera distinto, distinguido y especial, cuando en realidad uno acababa ahí, como dije, de rebote.

Como en todo evento cortesano, las personalidades de la política de alto nivel abundaban, como también las de otros ámbitos que conformaban el extracto de la esfera del chismerío nacional. Mi papá, no ajeno a la política y a la farándula, le interesaban más bien otras cuestiones y me trasmitía otro tipo de gustos y conocimientos, siendo además el único que no hizo carrera en el sector público. Y ahí, caminando entre la crema y nata, de repente me decía con cierto desdén quién era quién, si es que consideraba necesario que lo supiera. Al final de cuentas, por esas fechas había un catálogo de “Quién es quién en la Administración Pública Federal” de decenas de hojas, porque venían desde Secretarios de Estado hasta titulares de entidades de la administración paraestatal, en la época en que tal vez tuvimos el Estado mexicano más obeso de nuestra historia. Así que por información de grandes directores generales “quiebra-paraestatales”, no sufríamos.

Pero él, que siempre supo que había prioridades en la vida, en un momento previo al paso de la escolta abanderada y del Presidente de los Estados Unidos Mexicanos, me dijo, esta vez sí, con mucha solemnidad:

-Mira, pon atención. ¿Ves a esa señora con el mechón de pelo blanco y vestido verde? Bueno, hijo, esa señora es la famosa “Tongolele”. La de las películas. Obsérvala bien, que en cuanto acabe todo ese argüende, vamos directo a saludarla.