Dice el economista X que alucino. Que deje las cosas como están. Y lo dice justo después de irse sin pagar las cervezas de aquel bar-jazz. Quizás quiera darme una lección in situ. Quizás sólo es otro de esos sirvientes titulados que gustan de desquitarse de su desdicha social con quien se deje. Un par de horas antes del abandono deudor, yo le había estado diciendo que el gobierno, siendo el  dueño-productor de los billetes que todos idolatramos, del papel moneda pues, podría en rigor hacer la cantidad física de billetes que le viniera en gana y sin control alguno. Claro que eso sólo sería para los íntimos del círculo de poder en turno, y que obviamente, siendo dinero que su emisor físico no estaría obligado a declarar y sin supervisión alguna más que la del propio productor, sería un dinero muy fácil de ir gastando y metiendo en cualquier país del mundo, digamos para cambiarlo a dólares o euros. Mi abuelo materno trabajó por años en la Casa de Moneda pero nunca se lo pregunté, en principio porque cuando murió, mi edad frisaba los 12 ó 13. Después porque yo vivía en un universo dictaminado por mi padre el militar loco y mi madre la religiosa violenta, universo en donde el dinero, mejor dicho su ausencia, lo era todo. ‘Austeridad’ era la palabra clave de una familia que heredaba los pantalones del hermano mayor al siguiente en línea, un cónclave consanguíneo que curiosamente era ‘vegetariano’ brincándose de paso los precios siempre aberrantes de la carne, una reunión de parientes cercanos que debía vivir al día y sujeta al gasto del patrón con botas. Pero llegó la edad de la libertad hogareña, el momento de la reflexión y con ello también el momento de preguntar y preguntarse ¿cómo y en dónde nace el dinero?, ¿Por qué se sufre tanto para obtener un magro ingreso? ¿Por qué tanta gente se la ‘vive’ en el trabajo sin obtener lo necesario para precisamente, vivir? Mi padre tenía al menos otros dos trabajos y yo veía y veía que ahorraba, que se esforzaba por depositar dineros en cuentas de bancos variopintos, que siempre traía corta a mi madre, que el año entero, salvo un excepcional viaje de vacaciones relativas, la ley era la del dinero suprimido, la del billete fugaz; y esto era, por supuesto, a costa de todo lo demás. Y también un día lo vi jalarse desesperadamente de los cabellos con la devaluación de 1982. Y, a menos que el sistema tenga vocación suicida, la verdad que he aprendido con el paso de los años es más brillante que el oro mismo: el gobierno nos miente en términos de riqueza, y nos engaña para controlarnos, para distraernos, para hacernos vivir al día; para que nos entretengamos la vida entera persiguiendo préstamos, hipotecas y negocios, mientras el mismo sistema se despacha con la cuchara del Gigante Rapaz. Después de todo, el que tiene la máquina de fabricar billetes entonces los fabrica todos los días y sin restricciones, sin rendirle cuentas a nadie por supuesto. Y lo demás son boñigas de otras haciendas.