Estoy muy triste. Mi hermana Elizabeth y mis hermanos Jesús Alberto y Rolando también están muy tristes. Hacía mucho tiempo que había enfermado mi mamá, varios años. Resistió numerosas crisis de salud, pero ya no tenía fuerza.

Hoy supimos que estaba muy mal y que probablemente fallecería. Cuando se enteraron mi hijo y mi hija se aceraron a mi casa para acompañarme. Les agradezco.

Hace días la vi en Monterrey. Por teléfono la comuniqué con mis nietos. Después le confesé a mi mamá mis mejores experiencias con ella y mi papá.

Mi mamá y mi papá. Solo puedo recordarles trabajando. Es lo que hicieron toda su vida. Se entregaron al comercio, durante años en la informalidad. Al principio vendían flores de papel. Las producían con sus manos. Yo les ayudaba, mis hermanos y mi hermana también.

Nuestra casa era al mismo tiempo tienda y fábrica. Nunca me apenó que los clientes me vieran en el suelo haciendo la tarea o que me sorprendieran saliendo del baño envuelto en una toalla.

Mi papá y mi mamá trabajaban bastante, no pocas veces día y noche, y progresaron.

Mi papá murió muy joven y mi mamá siguió trabajando. Mientras estuvo consciente nunca, ni siquiera cuando le costaba un enorme esfuerzo hacerlo por su enfermedad, dejó de trabajar.

La recuerdo vendiendo y produciendo y, al mismo tiempo, pendiente de sus hijos y su hija. Si me portaba mal me pellizcaba en el brazo. Me dolía, era su forma de corregirme y creo que lo hizo cada día de mi infancia. No era yo tan travieso, sino más bien descuidado y flojo. No le gustaba vernos perdiendo el tiempo.

Platicaba mucho con ella. Hace tiempo, en una de las últimas veces que la vi más o menos consciente, la subí a mi coche y la llevé a Montemorelos, donde ella nació. Me contó, como me lo había contado en tantas ocasiones, que mi abuelo y mi abuela, don Reinaldo y doña Ofelia, se dedicaban a la agricultura en el Rancho Escondido, la localidad en la que creció mi mamá y que bien a bien nunca supe dónde se ubicaba.

Me dijo que ella, de niña, cortaba azahares de los naranjos y se paraba en la carretera para vender las flores a los gringos que pasaban por ahí. Cada vez que recorro las carreteras de México y veo a una chiquilla ofreciendo su mercancía, pienso en mi mamá. Así la recuerdo, así vivió. Y vivió bien. Una vida productiva y sana la suya.