El poderoso PRI, ese monstruo político que por 41 años mantuvo un poder hegemónico controlando con puño de hierro los poderes del estado desde la oficina del Ejecutivo al mando; esa hidra de muchas cabezas cuasi mitológica que metía miedo con su temible fuerza electoral y su amplísima estructura electorera construida a lo largo de las décadas usando el clientelismo y la compra de conciencias como estrategia, recibió por primera vez en la entidad un golpe crítico, que hoy tiene al Tricolor postrado e incierto sobre su destino.

No es para menos. En Quintana Roo el PRI no sabe lo que es no tener el sartén por el mango y nunca han sido opositores. Si bien es cierto que en el pasado perdieron el control de algunos municipios -el 2010 era recordado como el año más triste, cuando perdieron 5 de 9 alcaldías en juego-, para el gobernador no era un reto meter al redil a los alcaldes de otros colores usando los recursos del estado como chicote para mantenerlos quietos.

A partir de septiembre las cosas podrían ser muy diferentes: el destino de la bestia estará en manos de Carlos Joaquín González, el nuevo gobernador.

Los ríos de tinta de los analistas políticos del patio han empezado a fluir, con visiones muy diversas sobre el panorama que vendrá. Algunos, los que han mantenido una simpatía manifiesta con el grupo en el poder actual, exponen que el desertor cozumeleño que se convirtió en el verdugo de la bestia enfrentaría un panorama de ingobernabilidad, al tener un Congreso con mayoría priista y un mapa político de los municipios también dominado por el PRI y sus aliados.

Argumentan que en automático los priistas cerrarán filas contra el nuevo gobernador de “oposición” para complicarle las cosas, obstaculizando las iniciativas y la aprobación de diversas solicitudes desde el Congreso y los cabildos, maniatando al mandatario. Un escenario tan fatalista como fantasioso.

Y es que los priistas quintanarroenses, formados en esa doctrina característica del Tricolor que los condiciona para la obediencia y genuflexión ante el mandamás, difícilmente plantarán cara al gobernador entrante, aunque éste haya llegado por el camino de la oposición.

Por otro lado nadie debe olvidarse que Carlos Joaquín es un priista de cepa, con nexos muy claros con la élite nacional del Tricolor de la cual su hermano Pedro Joaquín Coldwell forma parte y con una amistad con el actual presidente, Enrique Peña Nieto, de la cual no renegó jamás.

El gobernador electo tuvo el apoyo bajo el agua de importantes figuras del PRI a nivel nacional, aunque este hecho nunca sea aceptado. Habla el mismo idioma y conoce los modos y formas del Tricolor.

Así las cosas, Joaquín González puede tomar dos caminos: o acabar con el partido que lo convirtió en político, o utilizando el poder que le dará su investidura, apropiarse del PRI estatal, que parece ser el más lógico a tomar.

El por qué es inferible. La familia Joaquín, sin duda la de más renombre político en la entidad, tiene grandes intereses dentro del Tricolor, y esto no va a cambiar en el corto plazo.

Por otro lado el cambio de pieles y de lealtades dentro del PRI no es nada nuevo. De “villanuevistas” pasaron a “felixistas” -Hendricks no cuenta- y luego a “borgistas”. No sería nada raro que, con la vuelta de tuerca, muchos ahora se conviertan al renovado “joaquinismo”.

Para hacerse del control del PRI tendrá forzosamente que destruir toda influencia del grupo Cozumel, dominante en la actualidad, lo que no será difícil una vez que estos pierdan el control del poder político y económico.

Dudo que Carlos Joaquín aniquile al PRI, al contrario. Lo más probable es que sea el encargado de sanar las heridas del monstruo, de alimentarlo, de fortalecerlo para las batallas por venir -2018 está a la vuelta de la esquina-; la única diferencia será que la bestia tendrá un nuevo jinete, con su propia visión y estilo. Al tiempo.

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