Lo dicho, comendador: los magistrados del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) dieron validez jurídica al triunfo del candidato ganador de la elección presidencial del pasado primero de julio. Así, el presidente electo de México ya es Enrique Peña Nieto, quien tomará posesión de su cargo el primero de diciembre del presente año.

No se trata aquí de echar las campanas al vuelo ni hacer derroche de triunfalismo alguno. Lo que debe animarnos es que el país cuenta con instituciones que le dan certeza y rumbo: una de ellas es, precisamente, el TEPJF, que en su resolutivo echó por los suelos la intentona perversa de anular o de invalidar una elección que se ganó en buena lid, pese a las veladas –y ni tan veladas— amenazas en su contra por parte de los fanáticos.

Los postulantes en la pasada elección conocían las reglas del juego; más aún, la ley electoral a la que se acogieron los candidatos participantes fue aprobada en el 2007 por los representantes de todos los partidos políticos en el Congreso de la Unión.  O sea: aquí nadie podía llamarse engañado. Coja o no, todos se ciñeron a la ley vigente.

Al participar en la elección la panista Josefina Vázquez Mota, el panalista Gabriel Quadri de la Torre, el priísta Peña Nieto y el izquierdista Andrés Manuel López Obrador, sabían perfectamente en lo que se estaban metiendo. Si alguna duda hubieran tenido, tan fácil como haberse salido. Como nadie abandonó la contienda y todos llegaron hasta el final, no había ninguna duda de que habían aceptado las reglas del juego.

La elección no fue un modelo de perfección, pero este tipo de anomalías se presentan hasta en las democracias más avanzadas del planeta. El mejor ejemplo lo tenemos en el propio vecino del norte, cuando se llegaron a presentar irregularidades en la elección presidencial del 2000; sin embargo, al candidato perdedor ni siquiera le pasó por la cabeza hacer un plantón en la Plaza del Tiempo de la ciudad de Nueva York.

Uno de los argumentos que manejó con más insistencia El Peje y sus seguidores fue que hubo compra de sufragios por parte del PRI. Corrección: la compra de votos se dio en todos los partidos; por ejemplo, doña Josefina llegó a regalar hasta cadenas de plata en su gira por el estado de Guerrero, y en el DF se entregaron despensas a nombre de AMLO, donde incluso figuraba el monito dientón que es la caricatura oficial del tabasqueño.

La verdad es que todos los partidos compraron votos, aun cuando hipócritamente ahora se niegue esa práctica. Eso está prohibido por la ley, pero la sanción es una multa al infractor, no la anulación de la elección. De ello estaban más que conscientes los magistrados del TEPJF, que terminaron echando al bote de la basura las “pruebas” del “fraude” presentadas por los ineptos abogados del Movimiento Progresista.

La lección es muy clara: en unos comicios se gana y se pierde. Va contra toda lógica que haya dos ganadores o que no haya ninguno. Siempre hay un vencedor y uno o varios vencidos. La candidata Vázquez Mota demostró ser una verdadera demócrata cuando, al convencerse de que su derrota era inevitable, salió ante los medios para admitirlo honestamente.

No fue el caso de López Obrador, un mal perdedor que no es ni de izquierda ni es demócrata, aunque sí suele pasarse de intolerante, de caprichudo y de mesiánico, lo que le ha valido el mote de mesías tropical. Su carta de presentación era la de ser un hombre honrado, pero los contratos millonarios a favor de sus movimientos Austeridad Republicana y Honestidad Valiente, dados a conocer en El Universal, no lo dejan muy bien parado que digamos.

Es muy probable que López Obrador sea ajeno a este tejemaneje, pero se hizo a su nombre, exactamente igual que cuando se descubrió al bribón René Bejarano guardándose hasta las ligas de las pacas de dinero que le entregó el empresario argentino Carlos Ahumada.

No obstante, todo parece indicar que la falsa izquierda tiene patente de corso para cometer corruptelas y no tener que darle explicaciones a nadie. Para el higadazo Marcelo Ebrard Casaubón todo se reduce a un simple “distractor”. Para AMLO lo más fácil es descalificar al periódico que dio a conocer los negocios turbios que hacen a sus espaldas –o a sabiendas— sus cercanos colaboradores.