La concepción económica de las relaciones humanas es útil, pero insuficiente para analizar a cabalidad cualquier problema real. Sin importar los nombres que adopte, me refiero a la perspectiva que asume los grupos humanos como una ficción operacional, donde lo único que existe realmente son los individuos, y en cada uno de ellos reside la única racionalidad y la única voluntad. Esa voluntad, además, tiende siempre a la maximización de algún valor. La misión de las ciencias sociales, entonces, consiste en estudiar a los individuos y aquello que los incentiva, a fin de construir un sistema que aliente las conductas que generan valores deseables a la sociedad, y desalienta conductas indeseables.

Huelga decir que los seres humanos somos mucho más que máquinas generadoras de decisiones maximizadoras, de entrada porque cada uno de nosotros jugamos distintos roles en la sociedad y tenemos muchas dimensiones vitales. Y los diversos “valores” o “incentivos” en cada uno de esos roles pueden variar e inclusive contraponerse. Casi toda la literatura de desarrollo humano y superación personal (valiosa o no) trata de cómo lograr un equilibrio entre las distintas dimensiones yuxtapuestas en un individuo, que puede ser a la vez madre, hija, novia, profesionista, católica, consumidora y social demócrata. Es solo un ejemplo, pues la variedad de roles da lugar a combinaciones diversas y numerosas para cada quién. Cada uno de esas dimensiones es real, y llega a ser indispensable para la realización humana. Cada una tiene objetivos y criterios para juzgar el buen desempeño (se puede ser buena o deficiente en cada una de ellas) y cada una satisface necesidades específicas, que van desde las materiales hasta las espirituales. Estas necesidades también son, todas ellas, reales y estimables.

El asunto se pone interesante cuando el arreglo político y económico crea una estructura que condiciona la satisfacción de las necesidades materiales más básicas al compromiso con uno de los roles, en detrimento de los otros. Por ejemplo, cuando las leyes y las instituciones están hechas para generar salarios precarios, deudas vitalicias para conseguir una casa propia, acumulación de la riqueza a través del gravamen a los ingresos pero no a las herencias ni a las utilidades de capital, y reglas por el estilo. Es decir, cuando los incentivos están hechos más para la acumulación que para la generación de riqueza, legitimando la desigualdad económica y enfatizándola en cada paso generacional.

Lo anterior sucedió cuando el agotamiento del modelo de Estado de Bienestar del siglo XX dio paso a la ortodoxia neoliberal o neoclásica. Ocurrió por la crisis de la deuda y se pronunció con la caída de la Unión Soviética, que no sólo dejó de ser viable políticamente sino que dejó al descubierto los excesos autoritarios de la planificación económica. A partir de entonces, hubo una simplificación deliberada de la realidad social y una interpretación abusiva de la historia. Resulta que el libre tránsito de capitales y la apertura forzosa de los mercados nacionales a las empresas de países ricos, era la única vía eficaz y hasta ética del desarrollo. Esa narrativa se impuso a pesar de que gracias al Estado de Bienestar y la economía mixta fue como se conquistaron los derechos políticos, económicos, sociales y culturales que hoy damos por sentados.

Eso fue a nivel macro. A nivel micro, se optó por imponer la imagen del hombre económico, y desdeñar la complejidad humana como un signo de ingenuidad, superstición o atraso. Eso fue necesario para que todos midieran su éxito o su fracaso a través de los mismos indicadores que se mide el de los países: crecimiento económico, reservas y poderío militar. Extrapolado al individuo, a través del éxito profesional, riquezas materiales y estatus organizacional en su esfera laboral. Todo lo antes expuesto es sostenible mediante la negación de la cooperación internacional en cualquier esquema que no sea una transacción favorable a la parte más fuerte, y a la negación de la solidaridad humana como una prioridad en la educación de todos los ciudadanos, porque de manera natural se excluye con la visión del mundo de suma cero que exige la competitividad del mercado.

Todas las libertades y posibilidades humanas que se han conseguido en la historia, son conquistas culturales frágiles, que vale la pena defender. Esto abarca también las libertades económicas, y la variedad de satisfactores a los que cada quién puede aspirar de acuerdo a su capacidad económica. Pero no debemos olvidar que nuestra visión del mundo tiene un origen ideológico determinado, provocado por acontecimientos históricos y discursos políticos hegemónicos. Nada de eso es “natural” ni inevitable. Debemos proteger lo bueno y transformar lo malo. Se vale y se puede.