“Soy el mejor del mundo, soy una leyenda como Ali y Jordan”, confiesa sin modestia alguna el jamaicano Usain Bolt, un hombre bala que hace 4 años despedazó el récord de Michael Johnson,  el norteamericano que en Atlanta 96 corrió 200 metros en 19.32 segundos. La marca, según los expertos, perduraría por varias generaciones, pero el orgullo del Tío Sam se fue al diablo cuando Bolt cabalgó la misma distancia en 19.30 segundos.

Era el verano de 2008 en Beijing, la tierra de los enloquecidos chinos.

Además, la llamada prueba reina de la justa olímpica, como le dicen a la carrera de los 100 metros planos, vio colgarse la medalla de oro a este mismo hombre, quien nació en una región repleta de niños pobres, según datos de la UNICEF. La trilogía de preseas doradas llegaba con la carrera de relevos cuatro por cien, donde los caribeños simplemente volaron riéndose de sus rivales.

El hombre bala es un tipo estrafalario, un showman en toda la extensión de la palabra: no se conforma con paralizar las miradas con su velocidad (corre a 45 km por hora), sino que complementa el espectáculo con gestos de héroe arrogante, retando a la cámara, seduciendo al televidente.

“Ahora soy una leyenda, el atleta vivo más grande”, declara en Londres minutos después de convertirse en el primer hombre que gana los 100 y 200 metros en dos olimpiadas consecutivas.

La carrera de los 200 ha tenido millones de televisores encendidos, a lo que habrá que sumar miles de smartphones y tablets desde los que se pueden disfrutar los Juegos en vivo. Toda esa gente ve cómo el fenómeno gana con facilidad, cómo al hombre bala no le importa batir sus propios récords, pues en la recta final ha preferido bajar la velocidad, voltear a la cámara y ordenar que el mundo se calle, porque el Rey está en escena.

En el podio lo acompañarán dos compatriotas: Jamaica ha hecho el 1-2-3. El acostumbrado himno estadounidense en esta prueba ya no suena más. La velocidad se recorre a ritmo de reggae y se celebra con un ron del Capitán Morgan.

Como una réplica de King Kong, las cámaras graban al Rey Bolt cuando golpea su pecho, grita al viento, sonríe malévolamente y simula ser dj, uno de sus pasatiempos favoritos.

Al hombre más rápido del mundo le gusta la fiesta, le encantan las mujeres y alguna vez fumó la hierba del diablo: “En Jamaica, cuando eres niño aprendes a armar porros, todo el mundo prueba marihuana, yo también lo hice cuando era muy joven“. Mientras un atleta promedio se concentra en absoluto para lograr su objetivo, el velociraptor prefiere relajarse e invita a las suecas del handball a su habitación; en plena madrugada londinense se da tiempo para entrar a su twitter y replicar en millones de computadores que la está pasando poca madre.

Car Lewis, a quien le decían el “hijo del viento”, se ha transformado en un hijo de puta cuando insinúa que Bolt se dopa. La respuesta del jamaicano es contundente: “Estoy decepcionado de que un deportista diga eso, sólo busca atención porque nadie habla de él”.

Nacido en el mismo año en que México organizaba su segundo mundial de futbol, Usain creció con una alimentación deficiente que lo llevó a la escoliosis, eso que provoca desviaciones en la columna. A los 15 años ya era el príncipe de la velocidad y a los 18 el alma de las fiestas. Le va al Real Madrid, le va al Manchester y no se pierde las trasmisiones de la NBA.

Es una liebre que se topó con Asafa Powell, otro fenómeno de la isla quien lo apadrinó y le dio un consejo simple: menos fiesta y más entrenamiento.

Según un estudio de la Universidad de las Indias Occidentales, publicado en 2008, la población jamaicana lleva integrado el chip de la velocidad en su genética: promedian  cantidades inusuales de actinen A, sustancia que contrae las fibras musculares de contracción rápida.

Si a eso se añaden entrenamientos sin tenis y en medio de la hierba, el resultado es un menú de tres tiempos compuesto por Usain Boilt, Yohan Blake y Warren Weir, los morenos que subieron al podio mientras sonaba la música de Bob Marley, quien llegó a ser el hombre más popular de Jamaica.

El creador de No woman no cry cedió su reinado. Entre sus rastas y su porro disfruta que el hombre bala pinche sus discos en París.

“Soy una leyenda viviente”

¿Alguien lo niega?