Hace algunas horas, se reportó la visita de Mark Zuckerberg, dueño y CEO de Facebook, a Bruselas, donde entregó un documento de trabajo a las autoridades de la Unión Europea, con sus propuestas sobre regulación de contenidos en redes sociales. Algunos altos funcionarios de ese organismo multinacional, como Thierry Breton y Vera Jourova, ya han expresado su total rechazo al contenido de esa propuesta técnica, a la que calificaron, palabras más, palabras menos, como un intento (otro) por parte de la empresa tecnológica, de eludir cualquier verdadera responsabilidad para regular la presencia de contenido ilegal en la red social más popular y usada del mundo (se calcula que una tercera parte de la población total del planeta se conecta a Facebook, al menos una vez al mes). ¿Qué dice el documento que motivó un rechazo tan precoz?

En líneas generales, propone que las empresas de tecnología que muestran contenidos no sean responsables de ningún caso concreto de difusión de material, así sea ilegal (es en serio), y que los estándares de permisividad no sean nacionales sino globales. De lo único que sería jurídicamente responsable Facebook, o cualquiera, es de demostrar que cuenta con esos estándares abstractos, esos filtros que garantizarían, por decirlo de algún modo, la adecuada diligencia en la moderación de contenidos. Asegura que cualquier otro límite, o un acercamiento más tópico al problema sería una potencial transgresión a la libertad de expresión.

El primer problema de esto es la desfachatez con la que el gigante de las redes pretende equiparar la libertad de expresión al estado de naturaleza virtual. Desde hace muchos años la teoría democrática ya ha aceptado que, para seguir existiendo, la libertad no puede ser absoluta en ningún sentido, y menos aún tener una perspectiva estrictamente individual; se requiere tanto de una dimensión colectiva que permita la coexistencia y el respeto al derecho ajeno, como parámetros (arbitrarios para algunos) a fin de que el uso de la libertad de expresión no se convierta en difusión de discurso de odio, o apología del crimen y la violencia. Hay que tener mucha cara dura para pretender que las agresiones racistas o sexistas manifiestas son materia de controversia o de ponderación de derechos. No lo son. Es una derivación del sofisma lógico que se pregunta si un régimen democrático debe permitir movimientos políticos anti democráticos, en congruencia con el principio de diversidad democrática. Pues no, la respuesta es no. Ninguna democracia y ninguna constitución pueden llevar el germen de su propia destrucción. No es ni siquiera un límite ético, aunque también puede serlo. Es un límite lógico.

En segundo lugar, es comprensible que la empresa quiera deshacerse de la monserga de estar vigilando que en su espacio virtual no se ejerza violencia o se incite a ella, porque aumenta los costos de mantenimiento de todo el sistema. De entrada hay que hacer una supervisión casi artesanal de los mensajes, y utilizar criterio humano, es que no puede sustituir un algoritmo, para saber la intención y contexto de una frase o una palabra, y saber si se ubica en un supuesto que deba ser censurado. Actualmente no es claro cómo le hacen, y quizás esa sea la razón de que puedan pasar días antes de que la plataforma retire imágenes o posteos que revictimizan mujeres, pero censuren ipso facto cualquier texto que lleve la palabra “Hitler”, aunque sea la mera recomendación de un libro sobre la Segunda Guerra Mundial.

Por último, y no menos interesante, está el tema de la enorme diversidad de estándares culturales de cada nación, que vuelven tolerables o intolerables ciertos mensajes, ciertos símbolos y hasta ciertas palabras. Porque todo mensaje humano no es sólo texto, sino también contexto. Y el señor Zuckerberg no quiere lidiar con esa realidad, tan compleja, tan humana. No habrá algoritmo que le evite esa molestia.