Ahora que está bien visto fumar marihuana, deslizo una inocente hipótesis: Alfonso Reyes conoció de primera mano los atributos del peyote. Lo que pasa es que estamos tan acostumbrados a contemplar a nuestro don Alfonso como una figura pontifical y marmórea, que olvidamos los rasgos “demasiado humanos” del regiomontano más universal. Ya desde hace décadas en un libro que titulé El erotismo en Alfonso Reyes (1987), intenté humanizar al sabio-pícaro. Y este pasado fin de semana, en una relectura de sus libros, me encontré con que muy probablemente Reyes conoció de primera mano lo atributos sagrados del peyote.

Son varios los indicios de esta afición alfonsina que no es tampoco un descubrimiento sorprendente. Sin que Reyes lo diga con todas sus letras, la descripción casi en primera persona que hace en su ensayo Interpretación del peyote (“Los Trabajos y los días”, en OC, t. IX, PP 358-350) es de una evidencia transparente: “El peyotl, la hierba sagrada de los tarahumaras, posee la propiedad de transformar los sonidos en visiones, las notas musicales en alucinaciones luminosas”. Mera conversión en prosa de las vivencias que el joven Reyes había plasmado en su poema “Yerbas del Tarahumara” (1927): “Yerba de los portentos/ sinfonía lograda/ que convierte los ruidos en colores”.

Luego, en su discurso “Ofrenda al Jardín Botánico de Río de Janeiro”, Reyes informa que viajó a Brasil con su valija diplomática cargada con simientes de esa planta mágica de los indios tarahumaras; exportación no demasiado legal que el entonces embajador medicano decidió hacer por sus pistolas, “en nombre de la ciencia de mi país”. Dicho lo cual, procedió a elogiar las “aplicaciones múltiples y portentosas” de la cactácea y a describir sus efectos en el organismo humano con tanta profusión de detalles que es inevitable reconocerle un conocimiento a fondo de la materia en comento: “produce un retardo biológico en el ritmo receptivo (…) hace que las ondas sonoras aparezcan – por relatividad – más aceleradas que de ordinario, hasta transformarse en ondas luminosas” (Norte y Sur en OC t. IX, pp. 89-92). Al cabo de lo cual se toma la molestia de aclarar que la planta no engendra hábito ni vicio y es medicina del dolor moral.

Es obvio que Reyes conoció siendo niño el peyote, desde que acompañaba a su padre Bernardo a aquellas innumerables expediciones de Nuevo León a Nayarit y luego a Chihuahua, época en la cual convivió con apaches, kikapúes, huicholes y, por supuesto, los muy cultos y refinados tarahumaras, en una simbiosis de seres humanos con naturaleza agreste que, aunque no lo reconozca abiertamente, marcó por el resto de su vida al sabio regiomontano. Lo que sí aceptó Reyes en su ensayo de 1944 “Breve visita a los Infiernos” es que la marihuana es más peligrosa que la mezcalina, para finalmente balconear sin que venga a cuento a su amigo Ramón María del Valle -Inclán como marihuano.

Cuando la escritora argentina Victoria Ocampo le regaló a Reyes su libro Virgina Woolf en su diario (1954), donde alude a la experimentación de mezcalina por parte de Aldous Huxley, un airado Reyes le responde que no son nada nuevos los hallazgos del británico y que la ciencia europea –y la mexicana por descontado– “conocen todo eso desde hace mucho tiempo atrás” (Reyes/Ocampo, “Cartas Echadas: correspondencia”, UAM, México, 1983, pp. 59-60).

Con igual desagrado, Reyes descalifica a Antonin Artaud cuando el francés osó meterse en el libro Les Tarahumaras con el peyote tan familiar para el regiomontano: “… es una falsificación poemática y seudo-mística en torno a la magia del peyotl” (Fabienne Bradu, “Artaud, todavía” FCE, México, 2008). Finalmente Reyes remata la descalificación de Artaud con el conocimiento de causa de un iniciado frente a un simple aficionado: “No se juega infamemente con los dioses”.