En su viaje a Estados Unidos, el presidente López Obrador tendría que abrazar una responsabilidad formal pero clave no sólo en la percepción que de ella derive, también en el cuidado personal de la salud y, con ello, en el bienestar del encargado del poder ejecutivo de la nación: la obligación de usar una mascarilla para su protección durante el vuelo y el mayor tiempo posible en todo el trayecto, incluyendo el encuentro con Donald Trump y su equipo.

No asumir esta necesidad –no sólo por protocolo, por convicción- será sinónimo de soberbia, mal ejemplo e irresponsabilidad para con los ciudadanos; y será también un alto riesgo.

Se entiende la explicación de la Organización Mundial de la Salud y del vocero de la secretaría de Salud mexicana, López Gatell, sobre el uso auxiliar y no determinante del adminículo que no sustituye otros cuidados para evitar el contagio de Sars-Cov-2, como el lavado de manos con jabón o alcohol; se entiende que el uso prolongado durante horas pueda ser riesgoso pues tiende a crear una confianza incorrecta; se entiende que su uso corresponde a mayor eficacia para tiempos cortos (ir al supermercado, al banco, a citas específicas); no obstante, también se entiende que puede ser una acción fundamental para evitar la trasmisión del virus. En suma, es una herramienta complementaria pero muy importante; sobre todo, en ciertas circunstancias como la de un viaje internacional.

Es también interesante cómo se argumenta que en ciertos países asiáticos el uso de la mascarilla es generalizado. Pues bien, a esta argumentación hay que explicarle que el uso de estos instrumentos en Japón, por ejemplo, es ya un asunto de cultura general entre sus ciudadanos desde hace décadas, no obedece al nuevo coronavirus: lo han usado quienes han estado enfermos para no contagiar a los sanos incluso de una simple gripe. Así, se explica que sean expertos en su manejo.

El protocolo del vuelo, el roce con gente en demasía, el riesgo del hábitat consustancial a los aeropuertos –acaso el viaje haga escala en Nueva York; crítica pandémica ciudad-, el desdén mostrado por el presidente del pelo naranja y su equipo por las medidas de sanidad, el fanatismo pro-trumpista que descree aun del virus (o que cree eliminarlo consumiendo cloro, detergentes y limpiadores químicos), la falta de control en los alimentos, el uso de materiales como hojas, folders, plumas, el impulso incontenido de algún saludo físico, un descuido por cansancio, todos estos elementos nutren un caldo de cultivo peligroso como para dejar en los hilos de la confianza, la fe, la suerte y el cuidado no riguroso la brega contra un virus azaroso y brutalmente letal; sobre todo entre la población vulnerable, como sería el caso del presidente López Obrador. De entre las frases contundentes de Albert Camus en La peste, una queda para la consternación y la reflexión: “Morían hombres que estaban hechos para vivir”.

No se trata de transmitir algún tipo de confianza equívoca al pueblo que se representa ni de exhibir algún valor desafiante. No se trata de “regalar” la foto a la prensa y los adversarios con el cubre bocas puesto. Se trata de prudencia y de conocimiento de la naturaleza del fenómeno que se enfrenta. Máxime cuando no se refiere a una experiencia personal sino a la de la representación de una nación. ¿Qué sucede si el presidente de un país en proceso de cambio tan crucial enferma y, aún más, llega al precipicio de la muerte? ¿Qué le espera a ese cambio, al programa que quiso impulsar, profundizar, consolidar? ¿Qué pasa con el líder que abandona, por imprudencia o accidente, su responsabilidad a los avatares de los políticos que o bien le son adversos o no tienen semejante voluntad de cambio, convicción de servicio al pueblo? ¿Qué pasa con la amenaza de la oposición que busca precisamente la derrota de ese líder a como dé lugar, aun con su muerte? ¿Qué pasa con un pueblo que podría quedar a la deriva sin un gobernante fiel a su causa?

Preguntas necesarias ante el descuido, pero que pierden relevancia bajo la observancia de protocolos y medidas sanitarias de seguridad; las que necesita obligadamente tomar el presidente de México. López Obrador tiene que restar importancia al uso de la mascarilla como fetiche político y ponérsela precisamente para cargarla con el peso social que corresponde a un país en medio de la pandemia que no decrece. ¿Cuántos no se guían por los usos de un líder tan popular como el presidente mexicano?

Salvado este punto sin arrogancia, con inteligencia, sensatez y sobriedad, ya se podrá hablar con amplitud de los otros que son los fundamentales: los propósitos del viaje, su importancia, sus beneficios y/o perjuicios. Mientras tanto, buen viaje y hasta pronto.