Con relación a los datos expuestos en este espacio sobre el deterioro impulsado por las deficiencias del plan federal para enfrentar los efectos de la pandemia, algunos lectores me decían que el estancamiento general del problema y su agravamiento en municipios pobres e indígenas que hice notar es atribuible al desastre sanitario que dejaron los gobiernos anteriores, se hace lo que se puede y que además nuestro país no es Nueva Zelandia.

Si, pero no.

Retomo un argumento publicado recientemente por Joseph Stiglitz, premio Nobel de economía, quien establece que entre las razones por las que Estados Unidos registra el más elevado número de contagios y muertes en el mundo, es porque su estructura sanitaria es de las peores entre los países industrializados. Refiere, como ejemplo, que la esperanza de vida en ese país es hoy más baja que hace 7 años, además de que la desigualdad ha crecido.

Ese es el argumento que los presidentes Donald Trump, Jair Bolsonaro y Andrés Manuel López Obrador, repiten y repiten en voz propia y la de sus seguidores.

Stiglitz también comenta que en el mundo se ha combatido la enfermedad de la COVID-19 de manera muy variada y mientras en algunos países sus gobiernos han sido exitosos en términos de salud, economía y en la magnitud de las desigualdades, otras han agravado esos tres elementos.

Las diferencias, explica el premio Nobel, obedecen al estado preexistente de la atención de la salud y las desigualdades sanitarias; el grado de preparación de su sociedad y la resiliencia de la economía, pero de manera muy importante a la calidad de la respuesta pública, incluido su fundamentación en la ciencia y el conocimiento, así como en la generación de confianza entre los ciudadanos en las directrices sanitarias.

También dice que ha sido muy importante la manera en la que la población niveló sus “libertades” individuales considerando el respeto por los demás. Además, las autoridades desarrollaron políticas públicas sanitarias y económicas que establecen compromisos que reconocen que todos los actos generan externalidades y que estas deberían ser para el beneficio común. Sin dádivas gubernamentales de ningún tipo.

Aquí viene la cuestión por la que salió a cuento el economista.

Estados Unidos, dice, representa una cara del problema derivado de la pandemia y al que México ha buscado plegarse, sin reconocer la diferencia económica de la que, por si fuera poco, se dejó sin respaldo y estamos viendo las consecuencias.

Y yo agrego que en el lado exitoso está Nueva Zelandia, en donde un gobierno competente se basó en la ciencia y el conocimiento para tomar decisiones. Su sociedad mostró desde el principio un elevado nivel de solidaridad y las autoridades pusieron el ejemplo con su comportamiento para mostrar que todo afecta a los demás.

El gobierno ganó confianza social, con lo que el país controló la enfermedad y sobre esa base inició un proceso de reasignación de recursos para construir el modelo económico que debería caracterizar el mundo pospandemia: un mundo más verde y basado en el conocimiento, con más igualdad, seguridad y justiciad.

A diferencia de otras naciones, como México o Estados Unidos, no se pensó primero en la austeridad como factor de desorden y desconfianza económica que generan menos inclusión y más polarización en la sociedad.

Se construyó una dinámica natural en funcionamiento y estos atributos positivos pueden reforzarse mutuamente. Aunque de igual manera, puede haber atributos adversos y destructivos que generen menos inclusión y más polarización en la sociedad, como vemos en nuestro entorno.

De tal suerte, necesitamos una reformulación integral de las reglas de la economía y de la convivencia, en donde el desarrollo integral de la sociedad no esté supeditado a los caprichos de las campañas políticas ni a la supremacía absoluta del grupo en el poder.

El Congreso mexicano, tiene la oportunidad de proponer una transformación efectiva y no solamente un eco del discurso oficial.

@lusacevedop