Salgo de la estación del metro y me topo con el Mercado de La Merced. Cae la tarde y aparecen con sus mejores galas (humildes pero llamativas) las sexoservidoras buscando clientes. Cierran los puestos de antojitos y películas piratas. Echan lonas y candados. Rondan en la calle los fantasmas del barrio y uno que otro perro flaco. Y se escucha entre las estructuras del tianguis, entre las cajas de refresco y los bultos de ixtle, el roer de las ratas.

Hace décadas, el Mercado de Abasto, al sur de la ciudad, acabó con el reinado de La Merced. La venta al mayoreo se fue para aquel rumbo. Pero el comercio al menudeo, quesadillas, tostadas, tripas de cerdo, barbacoa y más allá venta de zapatos, blusas, faldas y tintes, sigue campeando en esta zona, al este del Zócalo de la Ciudad de México.

Es aquí, en el barrio de La Merced, donde se ambienta una de las mejores novelas mexicanas, que por cierto no es una novela, ni su autor es un novelista sino un pintor. La obra se titula Gente profana en el convento. Su autor es Gerardo Murillo, que prefería llamarse Dr. Atl, y es uno de los artistas más estrafalarios, exóticos y exagerados que haya dado nuestro país.

Esta novela disfrazada de memorias es uno de los libros más divertidos que pueda uno leer. Tras escapar de la gesta revolucionaria con una blusa de encaje robada a una muerta, el Dr. Atl llega a la Ciudad de México. Se adueña del gigantesco Convento de La Merced, convertido en una bulliciosa vecindad y se lleva a vivir con él a su amante, la bellísima Carmen Mondragón, más loca que una cabra y a quien el Dr. Atl rebautizó como Nahui Olin (por favor no lo pronuncien con acento porque en náhuatl no se acentúa).

El Dr. Atl y su amante se bañaban cada mañana en el depósito de agua de la azotea del convento, que fungía como tinaco para surtir a las familias del vecindario.

Todos los vecinos se quejaron una y otra vez, hasta que un día los hombres vieron a Nahui Olin con sus enormes ojos verdes y su cuerpo perfecto, completamente desnuda, desinhibida, zambulléndose en el líquido helado y lustral.

Muy pronto, los vecinos se resignaron a beber agua sucia y montaron una galería de sillas en el techo, para contemplar extasiados el espectáculo de la diosa azteca matutina. Los niños de La Merced tenían prohibido asomarse a la azotea. De entonces les quedó la costumbre.