Nunca un presidente ha sido tan insistente en argumentar, en defender, y en promover el cumplimiento de una de sus propuestas de gobierno, como lo ha sido Andrés Manuel López Obrador en materia de lo que es una guerra declarada a la corrupción. Todos los días, los mexicanos somos testigos de la férrea voluntad presidencial de dejar atrás una época que se volvió ese lastre pesado, que ha contribuido a la crisis de valores y a la crisis económica del país.

En las condiciones actuales, en medio de una pandemia, este objetivo de gobierno adquiere una dimensión mayor. Los mexicanos no podemos estar de acuerdo, nunca, que grandes cantidades del dinero público que debió utilizarse para afrontar en mejores condiciones los riesgos que se nos presentan, se hayan desviado por el desagüe de la componenda entre empresas y funcionarios públicos que fueron tan insensibles como, por ejemplo, para construir 600 mil casas y departamentos de Infonavit en cañadas o en zonas sin servicios públicos, sólo porque esos terrenos representaban para ellos la mejor ganancia.

Tampoco podemos estar de acuerdo con los cárteles que controlaban las ventas de las medicinas en los hospitales públicos, ni con los grupos de presión que se repartían los contratos en Pemex, y mucho menos con las “estafas maestras” que corrompieron a instituciones de educación superior, que se convirtieron en simples intermediarias de una impresionante fuga de dinero público a manos privadas.

La lista de actos de corrupción que deben evitarse y perseguirse, es larga. Pero si algo hemos aprendido de López Obrador es que debemos ser lo suficientemente libres como para ser críticos y autocríticos. Por eso deben incluirse todos los contratos por adjudicación directa que se han entregado en este gobierno en aras de una mayor eficiencia, como remedio provisional a soluciones en curso, o por decisiones de funcionarios que aprovechándose del cambio de paradigma, se dedica a reeditar vicios que ya nadie quiere.

Quienes votamos por transformar a México no podemos estar de acuerdo con que 7 de cada 10 contratos del gobierno se entreguen por adjudicación directa, si no se nos ofrece una explicación a fondo de cada uno de ellos. De mi parte, confío en que, en muchos casos, se trata de decisiones honestas, de adjudicaciones que soportan cualquier sospecha, pero no estoy ciego y creo que el pecado y la inmoralidad es inherente al ser humano. Negar que podamos estar repitiendo errores del pasado, sólo porque el presidente se lo propuso, es como tratar de tapar el sol con un dedo.

Por eso hace falta que la Secretaría de la Función Pública, con la misma energía que ha decidido intervenir cuando la oposición ha puesto en entredicho la honorabilidad del gobierno con el caso Bartlett, salga a aclarar las ventajas que representa al erario público la política de adjudicación directa de contratos, así como los principios morales que inspiran todas y cada una de las decisiones en esa materia. También que de paso nos diga por qué la empresa Jet Van Car Rental ha recibido 15 contratos por más de 639 millones de pesos y a quién en el gobierno de la austeridad se le ha entregado carro nuevo y rentado.

La justificación de una campaña de aclaraciones puntual, como la que planteo, se encuentra en el propio compromiso presidencial de no tolerar la corrupción, de no dar impunidad a conductas de deshonestidad de nadie. Si la 4T confirma su autoridad moral en esta materia, el resto de decisiones que tome con respecto a esta guerra contra la corrupción, serán incuestionables.

Qué mejor que tener autoridad moral para exigirle a las empresas y a los ciudadanos que paguen impuestos. Que los contribuyentes sepan que el dinero que aportan al Estado se maneja de manera escrupulosa, sirve para poder exigirle a los incumplidos, y para perseguir a los morosos y a los evasores.

En el país existe una larga lista de empresas que se dedican a montar esquemas de lavado de dinero y de evasión fiscal a través de outsourcing y de colocación de recursos en los llamados paraísos fiscales. Se trata de un esquema conocido como el “Business art”, el arte de hacer negocios sin pagar impuestos. La Unidad de Inteligencia Financiera los tiene identificados, el SAT dispone de información contra ellos, pero las noticias siguen indicando que esos grupos que se han movido en la impunidad, se resisten a perder sus privilegios.

En el caso del llamado “rey del outsourcing”, Sergio Castro, el diario En Cambio Quintana Roo ha descubierto que sus dos operadores locales son tabasqueños, alias “Los Carlos”, Carlos Sala del Rivero y Carlos Duprat Hernández. La sospecha de quienes se han visto afectados por defraudaciones y engaños con sus servicios, es que por tratarse de personas originarias del estado de donde es el presidente, puedan tener conexiones para librar cualquier investigación. El caso, así planteado, puede servir para reivindicar la autoridad moral del gobierno. O para que la oposición tenga más elementos contra Morena en la campaña del 2021.

Por cierto, ver la opulencia de esa gente, que se traslada en jets privados con iniciales de sus dueños en las puertas, que utilizan yates de 600 millones de pesos para sus vacaciones, que se transportan en carros de lujo, como Ferraris y usan relojes Richard Mille de 7 millones de pesos, es algo que ofende al más insensible cuando vemos la carencia del 60 por ciento de los mexicanos, muchos de los cuales en estos días no tienen ni lo más mínimo para subsistir. El gobierno del presidente López Obrador debe ser transparente con las adjudicaciones directas, inflexible con la corrupción e implacable con la evasión de impuestos, si es que quiere ganar esta guerra.