En una reunión que tuvo lugar en Davos, dentro de los trabajos del Foro Económico Mundial, uno de los participantes hizo una declaración incómoda. Dijo que si realmente se quería hacer una diferencia en la inequidad global de distribución de la riqueza, era necesario dejar de hablar de asistencialismo y patrañas filantrópicas, y comenzar a hablar de impuestos. Se entiende; prácticamente todas las constituciones políticas señalan la obligación equitativa y progresiva de los habitantes de un país de contribuir a los gastos públicos, y las grandes compañías suelen invertir importantes sumas de dinero para influir en lo que legisladores y jueces entienden como "equitativo", "proporcional", o abiertamente en asesorarse legalmente para no pagar nada.

Fernando Escalante, en su libro Historia mínima del neoliberalismo, demuestra que esta corriente de pensamiento no es solamente una escuela de pensamiento económico, sino una doctrina, una ideología con todas sus repercusiones y políticas. Su jerga técnica logró hacer pasar muchas de sus peticiones de principios como datos objetivos, pero nada más.

La ambivalencia característica del discurso oficial ha vaciado de contenido el término "neoliberal", pero si tuviésemos que aclararlo a fin de que tenga sentido, es una visión de la sociedad para la cual los únicos mecanismos válidos de asignación de recursos sociales (todos), son dos, caracterizados por su impersonalidad: el mercado y la ley; esta última entendida como disposiciones generales que garantizan el buen funcionamiento del primero, es decir, del mercado. Cualquier fuerza externa que intente modificar esa distribución es calificada como inmoral o, peor aún, política.

En este contexto, podemos darle su justa dimensión a las declaraciones efectistas que pretenden abolir el neoliberalismo a través de programas sociales extensos, o de revisión de contratos, o de maltrato a servidores públicos. Todo eso es, al contrario, bastante compatible y hasta recibido con beneplácito por esta cosmovisión. Se quejarán algunos proveedores pero lo celebrarán otros, los nuevos.

El verdadero terror de los neoliberales son las reformas fiscales, las que amplían la base gravable, gravan las utilidades bursátiles, y aumentan los impuestos para las grandes corporaciones; en suma, aquellas reformas que redistribuyen la riqueza desde su generación, y no requieren de programas sociales ni otros mecanismos de redistribución. A mayores impuestos, mejores servicios públicos generales; mejor educación pública, mejor sistema de salud pública y mayor inversión en recuperación de espacios públicos y profesionalización de la burocracia y de la policía.

Por todo lo anterior, extraña que la Cuarta Transformación le tenga tanto miedo a meterse al tema de los impuestos. Que no se subirán. Ninguno. Para nadie. Ni para los que llevan años sin pagarlos. Mejor bajar sueldos de quien se pueda (otro golpe a la recaudación), y quitar programas y presupuesto a quien se deje, a quien no repele, sea cultura, estancias infantiles o Infonavit. Quizás porque en México la evasión fiscal no es solo un tema de los ricos, una parte importante de la población vive fuera del radar del SAT, y este gobierno, más que de los pobres, es de los informales.