Quien diría que hace apenas un mes, mucha banda hallábase en pleno reventón, pensando que, si el mundo llegase a fenecer, sería por una guerra entre los Estados Unidos y el mundo árabe; hoy la banda se encuentra debajo de la cama, con cubrebocas, frotándose las manos con gel antibacterial, cual Lady Machbet apocalíptica, temerosa de contraer el Coronavirus.

De un día para otro, el mundo se convirtió en una película chafa de terror, de esas donde hay que cuidarse de zombies, marcianos, vampiros, portadores de virus demoniacos, etc.; por las noticias se pide que nadie salga de sus casas, pues una invasión desconocida está atacando a la humanidad.

También es peligroso no lavarse las manos, manipular una perilla, saludar de beso y mano, etc. Todavía no puedo creer que esto esté pasando en la realidad, que súbitamente los terrícolas seamos atacados por una enfermedad donde salir a la calle sea tan peligroso como tener relaciones sexuales sin preservativo (y te apuesto que podrás vivir un mes sin coger, pero difícilmente podrás quedarte un día sin ir al Oxxo).

Sin embargo, yo le encuentro un lado positivo a la pandemia: recluyó a todos en sus casas.

Yo creo que el Coronavirus fue obra del mismo Dios bíblico que mandó el Diluvio Universal y destruyó Sodoma y Gomorra, para corregir a la humanidad, solo que esta vez substituyó las hecatombes con efectos especiales por un minúsculo virus.

Aquel Dios bíblico, vio que la gente estaba muy neurótica, desorientada y destructiva y mandó algo para que se detuviera (como sus hijos favoritos, los judíos, que no se mueven los sábados).

La Cuarentena es un reality show que se basa en la premisa: “¿Cuánto tiempo es usted capaz de estarse quieto?”

Quedarse quieto parece sencillo, pues todos lo hacemos cuando tenemos tiempo para descansar, pero puede ser pesadillezco cuando nos encierran por obligación, como en la cárcel, porque el aislamiento nos va orillando a la práctica de la “reflexión”, práctica que solemos evitar mediante el desmadre y las substancias que alteran el estado de conciencia, pues la “reflexión” nos lleva a descubrir algún problema que, para corregirse, requiere dedicación, esfuerzo y compromiso, algo demasiado solemne y aburrido en nuestra era de sexo, drogas y rocanrol.

La primera reacción de un ser en Cuarentena, al verse confinado, consistirá en recurrir al teléfono celular, al Internet, a la televisión, para entretenerse, pero tarde o temprano se dará cuenta de que no es suficiente, de que a su vida le hace falta el ambiente del chacoteo, típico de la chamba, del café, del gym, del mercado, del bar, del dominó, etc.

Ahorrándose al psicoterapeuta, al gurú, al sacerdote, con el tiempo, una persona en Cuarentena se dará cuenta de que salir de fiesta cada fin de semana en realidad no es tan divertido, como conocerse a sí mismo, encontrarle un sentido a la vida y esforzarse por realizar un sueño.

Quienes, después de estar un mes en cuarentena, vuelven a esconderse entre las multitudes de los grandes eventos sociales, para no encarar su compromiso por mejorar, no aprovecharon la oportunidad de reflexión, humildad y autoconocimiento que les dio la Cuarentena. A los demás, en verdad os digo: “¡Bienvenidos al fantástico mundo de los pobres!”