Como cartas en un juego de póker se despliegan ante la opinión pública las posiciones de los involucrados en actos de corrupción el sexenio pasado, los cuales motivan a pensar en el financiamiento ilegal de la campaña presidencial de Enrique Peña Nieto, el personaje a quien todo apunta que a cambio de dinero, devolvió con obras y contratos los favores recibidos para ayudarlo a ganar en las urnas.

El episodio más nuevo de esta trama que se litiga más en los medios que en los tribunales, ocurrió este jueves en las redes sociales, en donde el ex gobernador de Veracruz, Javier Duarte, preso desde el 15 de abril de 2017, criticó que el ex director de la empresa brasileña Odebrecht haya salido a decir, horas después de que la Fiscalía General de la República confirmara que está pidiendo orden de aprehensión contra Luis Videgaray, que no hubo financiamiento político para el peñismo y que los millonarios recursos entregados, “sólo” fueron a cambio de lograr una participación preponderante de sus negocios en México.

El cinismo con el que se expresan los involucrados en este caso es de llamar la atención. Lo que Luis Meneses Weyll, representante en el país del entonces poderoso hombre de negocios brasileño Marcelo Odebrecht está diciendo, es la confesión de un delito grave que el fiscal Alejandro Gertz Manero debería considerar más allá de la agenda que desde Palacio Nacional marca mediáticamente las investigaciones que realiza su dependencia.

Recibir cinco millones de dólares, como lo confesó Emilio Lozoya, sea a cambio de contratos o sea para ganar la presidencia, es en sí mismo un delito grave que amerita una investigación muy seria, profesional y a fondo, que no necesariamente pasa por seguir embarrando a la política y a un partido en la inanición como es el PRI, como pretende el presidente.

Los delitos electorales que se habrían cometido en este caso son graves, pero debe estar por encima el interés nacional que en la lógica de la justicia republicana, pasa por cancelar inmediatamente todos los contratos asignados a Odebrecht o a sus empresas filiales, así como la recuperación de los bienes y recursos involucrados, por resultar de un cohecho a funcionarios, una compra de una parte del presupuesto, que resulta ofensiva e inadmisible.

El presidente quiere que el caso Lozoya sea el ejemplo político de que los neoliberales eran demasiado corruptos y demasiado inescrupulosos, pero la FGR no debe politizar el caso y actuar bajo la agenda política del que resulta ser un presidente que a diferencia de sus antecesores, ni siquiera necesita tener en el ring el mayor tiempo posible a sus enemigos, desfallecidos o noqueados, porque su popularidad radica no en el pleito cotidiano al que lo orilla la coyuntura, sino en el camino de transformación por el que está llevando al país, con una nueva política económica que privilegia a los que menos tienen y que se preocupa por la salud, la educación y la seguridad.

Quizá el compañero presidente no se ha dado cuenta que si deja que la FGR despolitice el caso de corrupción más emblemático del sexenio pasado y si él mismo contribuye a que se abandone la línea de investigación respecto a las campañas políticas, se puede lograr un acceso más rápido y eficaz a la justicia porque como están las cosas, y ante la llegada del año electoral, cualquier asunto que tenga que ver con personajes políticos del pasado puede oler a persecución de adversarios, algo inaceptable en un sistema democrático como el nuestro.

De modo que bien haría el presidente y la FGR en abandonar las polémicas políticas y en proceder, con base a los hechos concretos, no sólo contra el ex secretario de Hacienda, Videgaray, sino necesariamente en contra de su jefe, el ex presidente Peña, quien no puede decir que no estaba al tanto de la forma como se hicieron los canjes de dinero por obras, independientemente de que el dinero se haya usado para su campaña o para enriquecer a otro pillo que debe ser igualmente sancionado, el delator Emilio Lozoya.

Los mexicanos tienen una enorme fe en el presidente, sobre su compromiso con la justicia y en contra de la impunidad. Con este caso, López Obrador tiene la oportunidad de demostrar que así es, que no hizo compromisos vergonzosos con Peña Nieto y que si procede contra su antecesor, nada impide al fiscal Gertz Manero investigar a personajes de este gobierno, como Manuel Barttlet, o al matrimonio Sandoval-Ackerman, e incluso a Pío López Obrador.

El país necesita que se vea en el espejo de Nelson Mandela, al menos en dos aspectos. Primero, el luchador por la libertad y la democracia más emblemático del siglo pasado, una vez en el poder, jamás abrió las heridas con el pasado y más bien contribuyó siempre a la necesidad de Sudáfrica por sanar y mirar hacia el porvenir. Nunca llamó blanquitos o fifís a nadie. En segundo lugar, aunque en un gesto inmerecido nombró a su entonces ex esposa como ministra de Cultura y Ciencia en su gobierno, cuando salieron a flote actos de corrupción y abusos de poder, no dudó en despedirla.

Lo hizo sin un gran despliegue, ni aludiendo a su moral intachable, ni para ganar adeptos o aumentar su autoridad moral. Sólo le escribió: "Querida señora Mándela, he decidido relevarla de sus funciones como viceministra para las Artes, Cultura, Ciencia y Tecnología con efecto inmediato. Gracias por los servicios que hasta ahora ha prestado al Gobierno". Un ejemplo de honestidad, de dignidad y de sobriedad republicana que nos hace mucha falta en México.