La violencia en México es uno de los pocos temas donde, de forma contraintuitiva, conviene no perderse en las estadísticas porque eso puede nublar la comprensión del fenómeno, de su crecimiento y de las condiciones estructurales que facilitan su reproducción.

Por eso lo interesante están siendo las historias, porque reafirman la aparente cualidad idiosincrática de la violencia en el país. Durante por lo menos 15 años, logró imponerse una narrativa especialmente simplista y especialmente peligrosa: los enfrentamientos armados, por más cotidianos que fueran, eran ajustes de cuentas entre grupos criminales. Veamos lo que esto implica: en primer lugar, que en principio tienen una lógica comercial, y en ese sentido, el móvil es perfectamente explicable, aunque no sea justificable: un criminal le debe a otro, y como no se puede acudir a tribunales para demandar el cumplimiento forzoso de un contrato de compraventa de cocaína, pues se arreglan a balazos; en segundo lugar, y en tanto se privilegia la dimensión racional mercantil del asunto, es un conflicto “entre particulares” y así se diluye, en el inconsciente colectivo, la responsabilidad estatal para impedir o combatir este fenómeno.

Tratan de retratarlo como un asunto privado; no lo es, el homicidio es el asunto público por excelencia, si se considera que la función principal del Estado es garantizar la vida de sus habitantes, y así es al menos desde 1650. En tercer lugar, se atenúa el hecho de las muertes cuando son enfrentamientos entre criminales, porque como son tales, entonces antes que personas las que están perdiendo la vida, son escoria social. Y por eso, además del susto, nadie extrañará a las víctimas. Esta fue la estructura de la narrativa de seguridad desde la mitad del sexenio de Fox, aproximadamente, y hasta EPN. Paradójicamente, cuando el presidente AMLO subraya que los narcotraficantes son seres humanos, más que justificar sus acciones, está tratando de revertir la visión del fenómeno, que se volvió, enteramente, un asunto aritmético: mientras sean más muertos ellos que los policías y soldados, entonces vamos ganando la guerra y las cosas van bien. Si lo hace de la mejor manera o lo logra, es otro tema.

Ahora bien, lo más interesante es que esa narrativa ya no aguanta los incidentes de violencia cubiertos por los medios los últimos tiempos. El asesinato de un sacerdote por su hermano habrá sido “un asunto familiar”, pero eso no quiere decir que no sea un tema de interés público, así como si fuera “cada familia sabrá cómo se llevan entre parientes”. No, es un homicidio. Si no involucraba ni drogas ni crimen organizado, lo único que eso dice es que la violencia no es monopolio de la delincuencia organizada, y eso la hace más compleja, no más simple.

En otra noticia, resulta que los criminales ahora se están apoderando de gaseras. Esto es impresionante porque no es que estén extorsionando empresarios gaseros; se están apersonando materialmente de las instalaciones, conduciendo las pipas, y de toda la cadena de comercialización. Eso implica crear una empresa dentro de la empresa, pero que responde a intereses criminales. Quizás nos cueste trabajo dimensionar la multiplicidad de acciones y la omnipresencia que debe de tener el crimen día a día para que esto sea posible. Un delincuente es el que cuida la pluma de las instalaciones, el que está en la recepción, el que atiende proveedores y el que maneja la pipa.

Por último, un grupo criminal en Tijuana atacó a balazos una estación de radio porque promocionó a un grupo musical, que en sus corridos habla de un grupo criminal rival. En serio, no es broma ni exageración. Asimilemos esto. Se ataca a la estación de radio que promociona el concierto de una banda que habla en sus canciones de un cártel determinado. Y miembros de un cártel que no es el que se menciona en las canciones, arremete a plomazos. Como para que no se haga comunicación social que retrate al otro cártel como muy fuerte. Esto no es normal, no se explica con el narco, ni con los modelos de seguridad normales. Esto es antropología.