En distintos rincones del mundo, y con fuerza particular en América Latina, se está configurando un nuevo mapa ideológico que, en lugar de construir puentes, está sembrando trincheras. En esta nueva configuración ideológica se enfrentan dos discursos radicalizados: por un lado, una derecha que se fortalece bajo banderas económicas libertarias pero cargadas de simbolismos raciales y valores profundamente conservadores en materia de derechos. Por otro, una izquierda progresista que, en su defensa de las causas sociales, termina muchas veces cayendo en el dogmatismo, la cancelación del otro y la romantización de posturas que desconocen la complejidad social.

Ambas visiones comparten un mismo defecto: la polarización simplista entre buenos y malos. Ricos contra pobres, locales contra extranjeros, empresarios contra trabajadores, mujeres contra hombres, blancos contra morenos. La construcción de una narrativa moralista, en la que uno de los bandos siempre tiene la razón por “representar al pueblo”, y el otro está inevitablemente condenado por “representar al privilegio”, nos está llevando a una conversación estéril, agresiva y sin salida.

Recientemente, la Ciudad de México fue escenario de una marcha contra la gentrificación. Las protestas, legítimas en su origen —pues es cierto que la llegada masiva de extranjeros, particularmente del norte global, ha elevado los costos de vida y modificado la identidad de muchos barrios—, derivaron en expresiones que rozaron la xenofobia y que de cierto modo desviaron el punto del verdadero objetivo, una lucha por vivienda social para todas y todos.

El problema no es solo de formas: es profundamente estructural. Estamos viendo una derecha que reniega del Estado, pero que exige orden sin matices; que impulsa la libertad de mercado sin preguntarse por el impacto social de sus decisiones y que plantea exigencias de seguridad con métodos un poco alejados de los derechos humanos. Una derecha que habla de meritocracia desde el privilegio, mientras niega que no todos partimos del mismo punto de arranque.

Sin embargo, al mismo tiempo, una izquierda que se ha convertido en juez y parte, que impone verdades absolutas desde una moral superior, y que muchas veces olvida que sin pluralismo no hay democracia posible.

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En ambos casos, el diálogo es reemplazado por el juicio. La escucha, por el ataque. La política, por la guerra cultural.

Lo que necesitamos no es más ruido, sino más responsabilidad. Una derecha moderna que sea congruente, que defienda libertades sin desconocer los derechos. Y una izquierda que combine su impulso por la justicia social con el principio de la racionalidad, sin caer en dogmas ni discursos identitarios excluyentes.

Los problemas reales de nuestra región —la desigualdad, la inseguridad, la falta de oportunidades— no se resuelven con eslóganes radicales ni con confrontaciones binaristas. Requieren liderazgo, empatía y una urgente reconstrucción del centro: ese espacio donde se puede pensar distinto sin ser enemigo, donde se puede discrepar sin descalificar, donde se pueden resolver los problemas sin necesidad de destruir al otro.

La democracia no se fortalece dividiendo, se construye sumando. Y hoy, más que nunca, urge recordar eso.

Porque si seguimos alimentando este falso dilema entre buenos y malos, vamos a terminar perdiendo todos.