Gisèle Pelicot vivió una atrocidad en la que se han ventilado los razonamientos sexuales más profundos y vergonzosos de varias decenas de hombres que pudieron ser identificados como violadores al participar en la invitación del marido de Giselle para asaltar sexualmente a su esposa después de ser sometida químicamente por una potente dosis de calmantes, recetada por otro cómplice.

El nivel de absurdos es tal, que un hombre declaró haber accedido a la relación sexual mientras ella se encontraba inconsciente porque pensó que estaba muerta. Otro hombre declaró que al ser su propio marido el que convocaba a los actos, creía que la esposa estaba de acuerdo. Sin embargo, la necesidad de una reforma al código penal para abonar al tipo de consentimiento que legalmente es exigido para considerar que una relación sexual es voluntaria ya se plantea a nivel de Macron y el parlamento francés. Desean incorporar el concepto de consentimiento sexual explícito.

La atrocidad vivida revive el intenso debate sobre sexualidad en el que es urgente cuestionarnos dos cosas fundamentales: ¿qué entendemos por consentimiento? ¿Es suficiente el simple consentimiento o en realidad, es necesario el deseo de la relación sexual?

Francia avanza hacia reconocer el consentimiento explícito, parecido a la ley del “Solo sí es sí” en España que modificó los artículos del código penal relacionados con la libertad sexual. Esta ley se basa en la necesidad de un consentimiento sexual claro e inequívoco, y busca dejar atrás el modelo de consentimiento negativo. Es decir, que, según estos modelos, en caso de que una mujer no pueda o no quiera explícitamente decir que sí acepta sostener una relación sexual y esta suceda, hay violación.

En México, la legislación civil dice que el consentimiento puede ser expreso o tácito. Sin embargo, el consentimiento tácito al tratarse de una relación sexual, para algunos juzgadores y algunos hombres se manifiesta con la idea de que si una mujer no se resiste, no se opone y no intenta escapar o explícitamente pedir a un hombre que se detenga, la relación sexual puede pasar. Aunque ella se encuentre alcoholizada, alterada por alguna sustancia o paralizada por el miedo.

Hoy Gisèle Pelicot es una heroína a la que se le aplaude y reconoce porque la vergüenza está cambiando de bando. No es una víctima cualquiera, es la francesa que tuvo el coraje de desenmascarar grupos completos de violadores organizados en internet, encabezados por un miserable agresor que reconoció que nunca obtuvo su “consentimiento” al pedirle perdón.

Pero, cada vez que escucho la palabra “consentimiento” me suena parecida a la palabra “tolerancia”. Tolero, aunque no quiero. Es una palabra que indica consentir o aceptar un acto, como si nuestros cuerpos pudieran ser utilizados para satisfacer deseos sexuales sin que importaran los nuestros. Así como el “consentimiento informado” cuando realizan procedimientos médicos, ginecológicos o estéticos que a las mujeres nos hacen firmar.

¿De verdad basta el consentimiento? Porque en una relación sexual, el “consentimiento” parece muy poco. Puede “consentir el acto” la esposa harta de pelear; puede hacerlo la novia que se enfrenta a un novio borracho a las tres de la mañana que insiste en hacerlo; puede consentir la que tiene miedo de quedarse sin un peso o sin una casa, porque en un mundo de desequilibrio estructural, se “consiente” también por miedo o por necesidad. Puede dar su “consentimiento” una alumna que no tiene más energía para enfrentar a un maestro, puede tratarse de una trabajadora del hogar que necesita el trabajo de verdad. Puede ser una empleada que no quiere tener problemas o una funcionaria pública que “consiente” la estancia en su propia carrera política.

Escenarios hay miles y a pesar de que existen algunos tipos de consentimiento en el que las mujeres no se asumen víctimas, aunque no desearon esa relación sexual, la realidad es que mientras no reconozcamos la opresión que la lingüística legal ha construido para nuestros cuerpos, jamás podremos avanzar en este debate. Porque para una relación sexual explícita y plena, el mínimo deseo de ambas partes debería estar involucrado. No sólo en el inicio de un encuentro sino en todo lo que implica el mismo.

¿Qué pasa cuando una mujer realmente desea encontrarse sexualmente con un hombre y al momento de hacerlo, aquel hombre realiza prácticas que la hieren o le hacen dejar de desear el encuentro? Pensemos en una pareja deseosa uno del otro en el que, a medio encuentro, resuenan golpes en el rostro y cuerpo que para ella son inaceptables. Su deseo se apaga y en medio de la situación ¿La relación sigue siendo consentida? Por supuesto que no.

Si es que un hombre debería o no ir a la cárcel por algo así, es un debate propio del punitivismo pero la realidad de nuestro sistema, es que a las mujeres se les castiga por negarse a practicar el sexo así como se les castiga por hacerlo. Dos casos reales:

Trabajadora sexual acepta, “da consentimiento” para tener una relación sexual. Al quitarse la ropa, el hombre que es su “cliente” según una sala del Tribunal Superior de Justicia de la Ciudad de México, comienza a pegarle a modo de cachetadas y nalgadas de forma insoportable. Ella decide vestirse e irse del hotel en el que estaban cuando el hombre le dice que “ya había pagado por su servicio”. La somete, entre otras agresiones que no fueron consideradas graves por el ministerio público. Sostienen relaciones sexuales mientras él le rompe la ropa. Ella huye, sin siquiera “cobrar”. Denuncia violación.

¿Cómo una prostituta puede ser víctima de violación? Eso se preguntó el juez de primera instancia al determinar que el agresivo cliente era inocente. Eso mismo se planteó un magistrado local de apelación al tener el caso en frente. Fue hasta que llegó a la instancia de amparo que, por fin, un juzgador reconoció que, aunque al inicio alguien de “consentimiento” para una relación sexual, en el momento que ya no se quiere seguir, es violación. El único sensato apegado al derecho que pudo reconocer que las trabajadoras sexuales pueden negarse a una relación porque no son objetos cogibles y desechables sino personas capaces de elegir cómo, con quien y cuando vincularse.

El segundo caso: una esposa recostada en pijamas se queda dormida y despierta con el pantalón a media rodillas y el sexo adolorido. Resulta que, tras dormir, su esposo tuvo sexo con su cuerpo inconsciente. El señor alegaba que el “consentimiento” se lo dio ella misma al momento de casarse. Su asunto sigue impune.

En conclusión, no basta con que el concepto de “consentimiento” en la ley determine si un acto sexual es violación porque aún este, pudo ser arrancado a partir de miedo, sometimiento, violencias, presiones, sustancias y un sinnúmero de factores. Entre las propias mujeres necesitamos comenzar a cuestionarnos cuales, cuantas, en que situaciones y con quienes hemos sostenido, realmente, relaciones sexuales deseadas. No sólo consentidas, sino explícita y contundentemente deseadas. O sea, relaciones para nuestro placer y no solo para satisfacer al otro.

Negarnos a realizar ese ejercicio implica reconocer que los únicos que tienen derecho al deseo sexual son ellos y que si en nosotras no hubo ni deseo ni satisfacción, aquello puede ser propio del lugar en la naturaleza que nos toca vivir. Algo que es aberrante. Nosotras tenemos derecho a las relaciones deseadas y no solo a que la ley plantee que nuestro “consentimiento” basta.

Nosotras tenemos también la urgente necesidad de dar a conocer que las mujeres además de desear, también merecemos relaciones sexuales para la satisfacción sexual propia, algo que a ellos jamás se les ha cuestionado o negado pero que, al tratarse de nosotras, no solo queda en segundo plano, sino que está prácticamente estigmatizado. Desde las religiones monoteístas modernas, cuando se trata de nosotras no hay reconocimiento de nuestro deseo ni de nuestra satisfacción, tan solo de nuestra utilidad reproductiva y nuestros deberes maritales. Dicen que las únicas que desean o que disfrutan son “putas”.

Solo por recordar, hace menos de 100 años la violación entre esposos no existía porque al casarse, se entendía que había un “deber conyugal” que otorgaba derecho a los hombres a satisfacerse con los cuerpos de sus esposas, tanto como ellos quisieran, aunque ellas se opusieran o no lo desearan.

Vaya que, si la mujer se negaba a la relación, en México, era una causal de divorcio. Como dato histórico, esto se establecía en el Código Civil, un ordenamiento traducido y copiado con exactitud del Código de Napoleón en Francia. O sea, que cultural y legalmente ha existido un mandato de sumisión hacia las mujeres en nuestras naciones. No es casualidad y es insoportable que siga sucediendo. ¿Basta el consentimiento explícito? No lo creo, pero ayuda. Si ella no puede manifestar inequívocamente que sí quiere o si ella no está completamente consciente para manifestar su voluntad, debería perseguirse la violación con todo el peso de la ley. Sin relativizar. ¿Usted que piensa?

X: @ifridaita