Ayer, durante un foro organizado por la Secretaría de Educación Pública (SEP), a través de la Dirección General de Educación Normal y Actualización del Magisterio (DGENAM), en CDMX, comenté que hay incongruencia o contradicción en la retórica educativa oficial cuando se habla de y opera la llamada “Nueva escuela mexicana”, porque no se puede avanzar en el cambio educativo profundo mientras las estructuras institucionales, organizacionales y burocráticas siguen intactas.
Nuestro país vive un discurso educativo gubernamental doble, pero contrastante, pues presume la creación de un concepto de “nueva” escuela que convive con una realidad adversa: la vieja burocracia mexicana.
¿Qué hacer con las prácticas burocráticas institucionales que se resisten a cambiar? ¿Cómo intervenir para que las jerarquías directivas del sistema educativo, nacionales y locales, modifiquen sus patrones y prácticas de gestión autoritarias y centradas en lo administrativo? ¿Cómo modificar la supremacía de lo administrativo gerencial para dar paso a una gestión centrada en lo educativo y pedagógico?
Por otra parte, sería conveniente dotar de un nombre y contenidos programáticos más orientadores y de identidad cuando se hable del proyecto educativo de la 4T, porque la idea de lo “nuevo”, como esquema de políticas públicas, conduce a un vacío conceptual.
Cabe preguntarse, por ejemplo: ¿Cuál “Nueva Escuela Mexicana”? ¿“Nueva”, con respecto a qué? Afirmo que hay una falsa neutralidad ideológica y política al recurrir a la noción de “lo nuevo”. Con las ambigüedades supuestamente neutrales de la NEM, se tiran a la basura nociones de valor histórico y social como lo es la Escuela Rural Mexicana.
El actual Gobierno federal, encabezado por Claudia Sheinbaum, presidenta de la república, y la Secretaría de Educación Pública (SEP), cuyo titular es Mario Delgado, habrán de dar seguimiento a estas necesidades de debates públicos y redefiniciones; y de establecer, con claridad y precisión, si esta administración pública federal seguirá el camino de la “transformación” con tales contradicciones o se sacudirá de los elementos sustantivos de los paradigmas neoliberales y tecnocráticos de la educación, en este llamado “segundo piso” de la 4T.
La Reforma Educativa de 2013 (Gobierno de Enrique Peña Nieto)
Esta reforma es parte de un modelo neoliberal que priorizó la evaluación docente como un mecanismo de control laboral más que de mejora educativa. La reforma, impulsada por el Pacto por México, introdujo el Servicio Profesional Docente y evaluaciones estandarizadas. Esa reforma se centró en conceptos como “calidad” y “máximo logro de aprendizajes”, definidos desde una perspectiva tecnocrática, cuantitativa, sin considerar las realidades de las escuelas ni la participación significativa de los docentes en su diseño.
Además, impuso un modelo de evaluación del desempeño de docentes cerrado y descontextualizado, que fue además criticado por su carácter punitivo, ya que condicionaba la permanencia laboral a procedimientos y resultados estandarizados, e ignoraba las condiciones específicas de la labor docente (como infraestructura escolar o desigualdades regionales y locales).
La reforma de 2013 no fortaleció la formación inicial ni continua de los docentes, y dejó un vacío entre las expectativas de las evaluaciones y la preparación real de los maestros.
Así mismo, las y los maestros fueron marginados del proceso de diseño de la reforma, lo que generó resistencia, especialmente por parte de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE).
La Reforma Educativa de 2019 (Gobierno de Andrés Manuel López Obrador)
Esta reforma buscó revertir aspectos de la reforma de 2013, al eliminar el INEE y crear la Comisión Nacional para la Mejora Continua de la Educación (MejorEdu). Promovió la noción, y luego, el precepto de Nueva Escuela Mexicana (NEM) con un enfoque en la revaloración docente.
Aunque la reforma de 2019 prometió un cambio de paradigma, mantuvo sin embargo elementos gerencialistas de la reforma anterior, como el énfasis en la “calidad-excelencia” y “competencias” (o su equivalente, “capacidades”).
Considero que cambiar términos sin impactar en el paradigma educativo y pedagógico dominante, no resuelve problemas interpretativos y estructurales en el sistema educativo ni en el abordaje del cambio curricular.
Ambas reformas comparten un enfoque “competencial” (o de “capacidades” en 2019), que se constituye en un problema, puesto que corre el riesgo de ser un enfoque excesivamente pragmático, complejo y alejado del trabajo docente; además, no aborda las necesidades contextuales, nacionales y locales, de la educación básica. Hay que recordar que la actual Ley general de educación, reivindica el modelo de competencias en los diseños curriculares de la educación media superior.
La reforma de 2013 fue más punitiva y centrada en la rendición de cuentas, mientras que la de 2019 intentó un discurso más inclusivo y humanista. Sin embargo, este cambio es más retórico que aplicado, ya que no se han operado transformaciones profundas en la formación ni en las condiciones laborales de los docentes. Junto con ello, las prácticas directivas autoritarias y centradas en lo administrativo, siguen sin cambiar.
En ambos casos, las reformas no lograron articular la formación inicial (escuelas normales) con la formación continua, ni vincular a ambas con las necesidades reales de las escuelas de educación básica.
Por lo anterior, sugiero trazar una ruta de cambios estructurales profundos, que vayan más allá de ajustes cosméticos, como cambios de nombres (de “competencias” a “capacidades”) o la creación de nuevos organismos que desaparecen en 4 o 5 años.
Urgen políticas educativas, de mediano y largo plazos, que transformen el sistema educativo desde sus cimientos, incluyendo la infraestructura, los recursos, la gestión, la organización escolar y la participación docente.
Para ello, propongo que se integren la formación inicial y continua, promoviendo un enfoque interdisciplinario, lo mismo en campos formativos como en asignaturas, que incorpore saberes diversos y responda a los retos específicos de la educación básica, como la planificación didáctica y la atención a la diversidad.
Las y los maestros deben ser actores clave en el diseño de políticas educativas, para garantizar que las reformas reflejen las realidades del aula y las necesidades de los estudiantes. Se requiere, entonces, máxima participación docente en el diseño de políticas educativas.
En esta breve crítica a las reformas educativas recientes (2013 y 2019) destaco las tensiones registradas entre los discursos oficiales (que prometen transformación) y la necesidad de poner en práctica un enfoque crítico en las prácticas docentes y directivas. Esto es especialmente relevante en el marco de la llamada “Nueva Escuela Mexicana”, que enfrenta el desafío de cumplir sus promesas de inclusión, interculturalidad crítica y respeto a los derechos humanos.
Observo, en fin, limitaciones en las reformas educativas recientes, en términos de los modelos de formación docente, participación de los maestros y cambios estructurales.
No dejo de reconocer intentos de transformación en la reforma de 2019, sin embargo, persisten problemas de fondo, como la falta de integración entre formación inicial y continua, la coexistencia del enfoque gerencialista y la exclusión de los docentes en el diseño de políticas.